Faro de Vigo

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Julio Picatoste

Aquel porche vacío

El trayecto de Betanzos a la playa de Gandarío es corto; unos veinte minutos. De él recuerdo aquellos viejos autobuses, la simpleza de sus líneas rectas, como de dibujo infantil, y la rusticidad de sus materiales; circulaban esforzadamente por unas carreteras estrechas a cuyos bordes se alineaban los árboles cuyos troncos lucían unas bandas blancas pintadas horizontalmente que servían para orientar la conducción nocturna.

Aquel viaje tenía tres momentos de todos conocidos que entretenían y acortaban el viaje. Uno era el puente metálico del ferrocarril, bajo el cual discurría la carretera; cuando el paso del autobús coincidía con el de un tren en circulación, el estruendo producido por encima de nuestras cabezas era sobrecogedor y durante unos segundos conteníamos el aliento. Otro era el lujoso chalet de amplio tejado revestido de inusitadas tejas verdes que tanto atraía la atención de los viajeros. Y, por último, una casita muy próxima a la carretera, en cuyo porche un niño de unos ocho o nueve años, pasaba las horas sentado en una silla de brazos, siempre solo y con gesto indolente, como ensimismado, ajeno; su mirada no iba más allá del entorno inmediato; nunca prestaba atención al paso del autobús. Tenía una cabeza de volumen desproporcionado y la delgadez de su cuerpo acentuaba el contraste. Supongo que padecía hidrocefalia. Su imagen impresionaba. Desde la distancia creía adivinar unos ojos claros, grandes y tristes, al menos así los veo ahora en el recuerdo. La estampa encogía el corazón. Daba en imaginar que su madre le sentaba en aquel lugar, al aire libre, para distraer o aliviar su soledad. Probablemente no podía tenerse en pie, ya fuese por su debilidad, ya por la dificultad de mantener el equilibrio. Cada vez que el autobús se acercaba a aquel lugar, me pegaba a la ventanilla como una lapa para observarle detenidamente y sobrecogerme con la dimensión llamativa de su cabeza. En el autobús viajaban más niños que como yo íbamos o veníamos de la playa y nuestros ojos se clavaban escrutadores a través de los cristales para observarle. Minutos después ya estábamos corriendo por la arena.

“Pasaba las horas sentado en una silla de brazos, siempre solo y con gesto indolente, como ensimismado, ajeno; nunca prestaba atención al paso del autobús”

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Un día, cuando de mañana íbamos hacia la playa, la silla apareció vacía. Y a la vuelta, allí seguía la silla solitaria. ¿Qué había ocurrido que alterase la rutina de su vida? En los días sucesivos seguimos viendo la silla desocupada, como en actitud de espera; pero mientras permanecía allí, el niño estaba de alguna manera presente. El motor del autobús sonaba indiferente, rum, rum, como siempre; pero nosotros no éramos los mismos; conscientes de aquella ausencia, mirábamos tras los cristales de otro modo. Y la silla permanecía allí, sola, vacía.

Pero un día, ya de regreso de la playa, de los juegos al balón, de los buceos con gafas y aletas, vimos que ya no estaba la silla. El rum, rum del motor de aquel macilento autobús seguía sonando indiferente, pero nosotros enmudecimos por fuera y por dentro. Yo no sabía qué pensar, tal vez no quería o no podía pensar.

Desde entonces, el porche siguió siempre vacío. Y el autobús, día a día, ida y vuelta, seguía llevando niños a la playa. Nadie decía nada.

Hace poco, y para visitar a un viejo y querido amigo de la infancia, de camino al Pazo de Mariñán, volví a hacer este mismo trayecto, y los recuerdos, despertando de su letargo, me fueron trayendo imágenes y rociando la memoria con un orballo inesperado que me empapaba de melancolía y tristeza. Circulaba despacio, atento al reencuentro con la casa. Sentí una especie de espasmo interior cuando la identifiqué. Detuve el coche a su altura y allí, con la mirada fija en el porche vacío, permanecí unos minutos antes de proseguir. Descubrir en las cosas el paso del tiempo, percibir en ellas esa pátina inconfundible de deslucido decaimiento, siempre hiere como un punzón cargado de congoja. La vivienda tenía las persianas bajadas y la faz deslustrada; parecía deshabitada, solitaria, pero allí estaba, todavía en pie, erguida, como si el tiempo, siempre inmisericorde, hecho de viento y olvido, lo hubiese mudado todo y la casita hubiese sobrevivido cual vestigio del pasado y naufragio de la desmemoria. Y por un instante dudé si acaso en mí se confundían memoria y sueño pues ambos parecen hechos de la misma sustancia. Pero no, aquello no fue un sueño; en los instantes que permanecí frente a la casa, la presencia del niño de mirada inconsolable se hizo especialmente intensa. Como si nunca hubiera dejado de existir y siempre hubiera estado allí, en su porche, solitario, viendo pasar la vida, una vida indiferente, como nuestro autobús.

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