Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Alfonso Villagómez.

Tribunales y partidos

El Tribunal Supremo acaba de emitir una firme advertencia a los partidos en su afán de acudir a los tribunales para disputas de contenido político. Se trata de los recursos interpuestos ante el alto tribunal por el PP y Vox contra el nombramiento de la fiscal general del Estado. El Supremo ha inadmitido así sendos recursos de estos dos partidos por falta de legitimación en los recurrentes. No es que el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general quede exento o resulte ajeno al control jurisdiccional, sino que un recurso contencioso-administrativo solo puede iniciarse por quien tiene legitimación. A salvo de los casos legalmente reconocidos para el ejercicio de la acción pública, los partidos no representan el interés general en el proceso contencioso-administrativo.

Lo que el alto tribunal viene a decir es que para que aquel nombramiento sea recurrible, como cualquier otra actuación que se impugna ante la jurisdicción contencioso-administrativa, el recurso debe ser interpuesto por quien ostenta la correspondiente legitimación. El Supremo explica muy bien que este requisito, la legitimación, se vincula a la tutela judicial efectiva y así “no basta con que se discrepe de un acto” o se considere que no es conforme a Derecho, “es necesario además que medie una concreta y determinada relación entre el sujeto que formula el recurso y el objeto del proceso”.

No cabe duda de la relevante función constitucional que ha sido asignada a los partidos políticos, pero en nuestro ordenamiento jurídico no existe un reconocimiento general de la acción procesal a los partidos políticos. Y es que esa función política de los partidos no resulta suficiente por sí sola para otorgar legitimación a cualquier recurso con relevancia política, si no media una conexión específica con su funcionamiento como partido político, en definitiva, que el recurso se encuentre dentro de su esfera de derechos e intereses legítimos.

En 1832, Alexis de Tocqueville escribió: “La fuerza de los tribunales ha sido, en todos los tiempos, la más grande garantía que se puede ofrecer a la independencia individual”. Hoy en día, los tribunales no son solo una garantía de los derechos de los ciudadanos, sino que constituyen además un mecanismo de control. Y, precisamente, esta faceta es la que cobra mayor trascendencia en estos momentos de acentuada crispación a causa de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

La Constitución atribuye –de modo exclusivo y excluyente– la potestad jurisdiccional a los juzgados y tribunales. El CGPJ es el órgano de gobierno de jueces y magistrados y no ejerce la jurisdicción en modo alguno. Un CGPJ que reviste así una naturaleza política tanto en su configuración constitucional como en la realidad práctica de su ejercicio. Si una decisión de la que se postula su “tecnicidad”, como es la jurisdiccional, no puede pretender suplantar el indirizzo que corresponde al Gobierno o al Parlamento, tampoco estos pueden, legítimamente, incidir o coaccionar a los componentes del único poder del Estado no controlado por los partidos políticos.

No obstante, las tensiones son inevitables, lo que otorga relieve a la necesidad de profundizar en los mecanismos de colaboración que reduzcan las fricciones que ocasiona la actuación de los distintos poderes.

En las democracias actuales, los poderes se articulan sobre el partido mayoritario y, en su caso, en las coaliciones que se puedan formar y de las que se nutre el Ejecutivo y la mayoría parlamentaria. Unos poderes que están totalmente separados de otro poder no partidista, el Poder Judicial. A ningún otro poder del Estado corresponde la función de juzgar, subsistiendo en favor de la jurisdicción un legítimo control de los actos de los distintos centros políticos; un control que siempre se ejerce a instancia de terceros. Los instrumentos de control jurisdiccional se manifiestan, en nuestro sistema, por medio de la fiscalización del Legislativo –del que se ocupa el Tribunal Constitucional– y del Gobierno y la Administración, cuyo control corresponde a los juzgados y tribunales ordinarios.

En este debate entre tribunales y órganos políticos se han de analizar sin duda múltiples aspectos de una compleja problemática, que no es bueno abordar en un clima de enfrentamiento. He apuntado el marco en el que, a mi juicio, se desenvuelve actualmente la clásica idea de la división de poderes. Que se tenga que acudir al juez porque el Parlamento no controla al Ejecutivo, y que este, a su vez, carezca de controles externos eficaces, el resultado está siendo alarmante: se acude a los tribunales y el escándalo aparece servido a los medios de comunicación.

Compartir el artículo

stats