Todos tenemos grabadas cosas en nuestro cerebro que de vez en cuando afloran y nos quedamos absortos. Durante un momento, tratamos de visionar con la mayor nitidez posible, esa icónica representación que se nos desvela medio difuminada por el paso del tiempo. Eso es lo que me ha ocurrido con un evento vivido como espectador, en el año 59 del siglo pasado, en pantalón corto y con siete años. Sucedió en la zona de Soler y fue una de esas circunstancias singulares que ponen en vilo a toda una ciudad.

...y Barreras ardió

A principio del mes de las flores, a muy poco de que el periodo estival hiciera su entrada, se declaró un devastador incendio en la factoría Barreras. Unidades de bomberos se desplazaron a la zona para sofocar lo que se convertiría en un percance con grandes pérdidas, al provocar que la mayor parte del emblemático astillero quedara reducido a cenizas.

El caso es que la casa de mi abuela paterna estaba situada al final de la bajada de Tomás Alonso, muy cerquita de la Plaza de la Industria y allí me fui con mi madre para seguir la evolución del incendio. Mi padre trabajaba en la Artística, que era la factoría contigua, y había una gran preocupación porque las llamas no alcanzaran sus naves industriales y a su gente. De hecho, mi progenitor me contó a posteriori que él con muchos compañeros montaron mangueras y, desde su factoría, las apuntaron al astillero en llamas para colaborar con las unidades de bomberos, evitando de este modo que la cosa fuera a más y se vieran en el mismo percance de poner en riesgo no sólo la salud, sino también sus puestos de trabajo.

Allí apostado, con el tráfico tranviario hacia Bouzas cortado, junto a mucha gente mayor y algunos otros niños, entre juegos infantiles, algún bocata en los bancos corridos de la tienda-bar de Darío, todo ello unido a los haces de los chorros de las mangueras, el sube y baja constante de coches de bomberos, policía y ambulancia, asistí durante horas como testigo a aquel accidente industrial que tuvo en alerta máxima a ese barrio de Soler.

La solidaridad y la conciencia de clase de los colectivos obreros enfundados en mahón, eran en esos años, pese al franquismo, los elementos capitales que conformaban el espíritu de la principal ciudad industrial de Galicia. Los medios de producción eran intensivos en recursos humanos y había poco lugar para individualismos que quedaban reducidos al ámbito de las ocupaciones de cuello blanco.

El Vigo de esos años era una ciudad enérgica en la que los tranvías iban plagados de operarios colgados hasta el tope a las horas punta en dirección a las factorías o de regreso a casa para comer. De aquella no se sabía lo que era la jornada intensiva y las familias comíamos y cenábamos juntos todos los días en la misma mesa, sin televisor y contando cada uno sus experiencias.

Esas conversaciones familiares, con la mirada que da la edad y a los ojos de hoy, eran en realidad clases magistrales e intergeneracionales que nos proporcionaban transferencia de conocimiento a través de un bagaje etnográfico y experiencial en primera persona. Tres generaciones en la mesa todos los días comida y cena, comunicando verbalmente las experiencias diarias sin elementos exógenos. Los niños sus andanzas del cole y con los colegas del barrio, el padre las anécdotas laborales y proyectos futuros, la madre los temas del día a día y la abuela aportaba la memoria histórica para configurar la identidad y pertenencia a ese lugar del planeta. Todo ello en un mundo en el que las cosas se comían en temporada, no había economía globalizada y cada producto entraba en el mercado cuando le tocaba, asociado al calendario y en función de la estación climatológica. Cuando llegaba a la mesa, se hacía un verdadero homenaje a la bonanza de la naturaleza.

Recuerdo que mi madre era una experta en el tema de la procedencia del pescado y por tanto de su frescura y calidad. Así, durante la comida, podía comentar que la solla que teníamos en el plato era de la zona de Panxón, las fanecas de la roca, la merluza del pincho o los rapantes de la motora. Todo ello adornado con detalles familiares sobre aquella pescantina de A Laxe que le había vendido las piezas. A la vez mi abuela, pillando el hilo, podía introducir cualquier anecdotario. Muchas veces lo hacía a modo de canción o poema. En aquel momento cuando sucedía algo gracioso o excepcional siempre había alguien que le sacaba punta literaria y, sin necesidad de whatsapp, se distribuía por toda la ciudad. Recuerdo, entre otras muchas aquella oda dedicada a “O Parrá”, un marinero afanado en la sustracción de bienes ajenos y que, según mi abuela, en su momento la letra y música de la canción que se le dedicó, corrió como la pólvora por toda la ciudad: “Os aparellos do Gabino, as botas do Frasquino levounas o Parrá. As espigas do cabo do mar foron a parar a casa do Parrá”. Y después de cantar a unísono la canción, sonreíamos y retomábamos de nuevo la conversación: “pues sí, ...y Barreras ardió”.