“Siempre he sido profundamente religioso, pero no creo en un Dios personal y mucho menos en un Dios cristiano”.

Max Planck, Premio Nobel de Física

En un artículo de hace unos meses evocaba yo aquellas misas dominicales en mi pueblo natal, retrato en blanco y negro de un modo de vivir la religiosidad en aquella España de mi infancia, lastrada por una intensa impregnación nacionalcatólica de nefastos efectos y, ¿por qué no decirlo?, de tan rotundos fracasos. Entonces, eran tenidos por religiosos el hombre o mujer asiduos visitantes de oficios y actos religiosos, de comunión frecuente, de rosario y sacristía, inciensos y agua bendita, de salmos, cantos y estandarte en procesiones. Pero desde edad temprana –sobrepasado ya el que llamaban uso de razón, de la que, en verdad, poco uso se hace– no me pasaba inadvertido el antagonismo entre aquella religiosidad forjada entre paredes y miradas del templo, y unos modos de vida fuera de él que eran pura antítesis de los principios evangélicos. Poco a poco iba reteniendo en la retina de la memoria mi censo particular de fariseos, de falsísimos cristianos que pasaban por religiosos a los ojos de los demás porque participaban de la liturgia gremial y los actos del culto, cuando en modo alguno era identificable en ellos y en su vida cotidiana el modus vivendi evangélico. No podía soportar la sonrisa de serpiente farisea con la que algunos vestían su discurso, el mismo que luego traicionaban con su conducta diaria, presta a la murmuración y al desafecto hacia sus semejantes, a la soberbia, al engaño y la mentira, a la explotación del desvalido, al atropello del débil… Por eso me escandalizaba cuando los veía de procesionarios comulgantes, la figura compuesta y la cerviz genuflexa.

Y es que, lo que entonces se tenía por religioso era fundamentalmente una vivencia de culto y liturgia, de adecuación a las formas de una religión reglamentada; era aquel un modo de vivir en la gestualidad periférica, un detenerse en la cáscara, que es visible, pero no en el meollo, la yema oculta que es donde se guarda el núcleo de la vida.

Lo que entonces se tenía por religioso era una vivencia de culto y liturgia, de adecuación a las formas de una religión reglamentada

Toda persona nace en el seno de un credo determinado del que le vienen dadas las respuestas a las preguntas radicales, y con ellas, un cúmulo de mitos, fábulas, dogmas… Hay quienes asumen todo ese conglomerado acríticamente, sumisamente, a veces por flojera espiritual o simple inercia o temor, pues era la nuestra una religión del miedo y la amenaza turbadora envuelta en llamas. Otros, por el contrario, deciden traspasar la frontera del silencio y el amilanamiento para hacerse preguntas, y hacerlo tempranamente, antes de que sea demasiado tarde. Digámoslo de otro modo; o se atiene uno a lo que otros presentan y ofrecen como verdad, o se inicia la búsqueda por uno mismo.

Me temo que la quietud y conformismo de los primeros arroja en algunos casos un encefalograma religioso plano, exangüe, en el que no se ponen en juego las facultades del entendimiento –la razón– que son los dones más excelsos del hombre. De ahí su entrega a las formas del culto, a la liturgia como forma de religiosidad o espiritualidad delegada. Todo está hecho y dicho; lo tomas o lo dejas. De ahí la sumisión al dogma que no admite preguntas, pretendida verdad cristalizada –que no cristalina– e impuesta contra viento y razón. No hay preguntas, no hay dudas, no hay búsqueda apasionada, no hay lucha. Frente a esa actitud está la del escéptico, que no es el que duda, sino, en su raíz etimológica (scepsis), el que busca, el que observa.

Por eso, y frente a la beatería oficial, tengo por hombre religioso a aquel que planta fuego en tierra para buscar y luchar a brazo partido contra el misterio, que no esquiva la duda y vive en permanente duelo, al que se reconcilia con la incertidumbre porque sabe que, al cabo, esa es la esencia íntima y última del ser humano, a quien, al margen de ritos y fuera del sequedal de una religión disecada, vive hondamente la pulsión religiosa asomándose al vacío para gritar a la espera de oír el eco que, desde la oquedad abismal, emerge del arcano. Porque vivieron en afanosa busca, fueron hombres de hondura religiosa: Pascal que, a caballo entre el corazón y la razón, encontró la salida desesperada en su famosa apuesta; y el Spinoza del Deus sive natura que tantos sinsabores habría de acarrearle, y Kierkegaard, crítico con una religiosidad que él tildaba de pusilánime, blanda, fingida y maquillada, lo que le llevó al enfrentamiento con la Iglesia oficial de su país a la que acusaba de vivir alejada del ideal evangélico, o nuestro Unamuno, cristiano lúcidamente heterodoxo, que vivió en forcejeo constante contra la razón, indómita razón que no le dejaba creer, y, en fin, el mismo Einstein para quien en el centro de la verdadera religiosidad habita el conocimiento de que realmente existe algo para nosotros impenetrable, la más elevada sabiduría y la más refulgente belleza, apenas atisbadas por nuestras pobres facultades; y desde esa percepción decía: “En este sentido, y solo en él, me encuentro entre las figuras de los hombres devotamente religiosos”.

He citado a estas figuras cimeras del pensamiento por su significación paradigmática y representativa de tantos hombres con sentido del absoluto a los que no veréis en la veneración pública, en la comunidad del culto, en el cultivo mimético de una religión de costumbres, institucional y, en ocasiones, estatalizada. Pese a ello, y pese a quien pese, son genuinamente religiosos como lo fueron todos aquellos que, descarriados en un rincón del universo, como dijo Pascal, emprendieron una búsqueda afanosa para encontrar el camino, su camino.