Pienso a menudo en lo difícil que resulta contar una historia entre dos. Lo pienso como abogado, acostumbrada a escuchar muchos problemas contados por sus protagonistas. Da lo mismo que sean socios de una empresa, hermanos, vecinos o padres con sus hijos. O se interrumpen entre ellos constantemente, haciendo complicadísimo seguir el hilo de la historia o hablan al mismo tiempo, de forma que el volumen se va elevando hasta que el tono se convierte en el de una bronca callejera, aunque no fuera esa su intención inicial ni la historia merezca tanto griterío.

Ni que decir tiene, que el asunto empeora bastante cuando se trata de un matrimonio. Estos no es que se solapen al hablar, que también; no es que se corrijan a cada palabra, que por supuesto; sino que, además, él le dirá a ella cien veces, vete al grano que te pierdes y ella lo mazará a codazos, de esos que suenan a correa o a collar con placa. Menos mal que a los confesonarios no se va en pareja o no se reconocería el pecado ni se identificaría al pecador. (Recuerdo un día que estaba en una Misa de pie, cerca de un confesonario, cuando una señora, de esa edad a la que se pierde la capacidad de susurro, se arrodilló y sin entradilla ni nada le dijo al cura: “Pues es que yo me compré una finca en 1960”. Y pensé, sí cuenta esto aquí, qué contará cuando venga al abogado).

A veces ocurre que sólo habla uno de ellos, mientras el otro mira hacia abajo escuchando con desaprobación, con un desagrado contenido que de contención tiene cero. Quizá sus historias en común no concuerdan porque por mucho que se viva lo mismo, nunca se vive de la misma manera. Tal vez estaría bien pararse a veces y preguntarle a la otra persona, ¿cómo lo recuerdas tú?, cómo lo viviste. Para escuchar así la parte de la historia que no conocemos pero que también fue.

Porque no sólo pasa lo que nos pasa a nosotros, porque del otro lado también suceden cosas y tal vez escuchándolas –como decimos aquí– cambiábache o conto.

“Es bueno enterarse de lo que han tenido que pasar otros”, dice Ivan Doig en “Una temporada para silbar”. Igual que sería bueno que alguien nos enseñara a contar los problemas a dos voces, como se cantan las canciones, por si casualmente la otra voz nos ayuda a resolverlo, o al menos, a entendernos mejor.