Hay que admitir, de entrada, que pocos asuntos se prestan a la demagogia como el que se refiere a las retribuciones de los que ejercen el oficio político. Por eso resulta útil pronunciarse, de salida, primero a favor de que esas retribuciones existan y, segundo, que sean dignas. Pero ni la lógica de que el trabajo público ha de ser compensado admite el exceso ni mucho menos que la “dignidad” de los representantes resulte en términos económicos muy superior a la de los representados. Si se piensa un poco, afirmarlo resultaría un agravio para los electores.

Por eso, probablemente, no escasean quienes defienden la necesidad de que el salario medio de la política se relacione con los ingresos medios de la ciudadanía. No sería una tarea imposible, especialmente cuando el ojo de Hacienda llega a todos y, por tanto, las tablas aparecen fáciles de establecer. Un sistema ese, por cierto, que acabaría en buena parte con la indignación y las polémicas que las nóminas de algunos despiertan entre la mayoría de la gente del común. De lo que apenas caben dudas es de que la política tiene hoy un déficit muy serio de imagen, quizá derivado de que no proporciona sosiego al gran público.

Hay otras razones, y de peso, que refuerzan la opinión que se expone. Ese déficit de imagen se debe también a la progresiva –y creciente– conversión del oficio público. De un servicio ha pasado a ser una profesión, lo que explica algunas actitudes y también acontecimientos que se relacionan con lo que era un ars y ahora, para no pocos, un modo de ganarse la vida. Y conste que de nada de cuanto queda expuesto, que naturalmente es solo un punto de vista personal, puede responsabilizarse en solitario al actual Gobierno central o a los de las comunidades. Pero, a la vez, casi ellos podrían ser criticados por despreocuparse de las formas en que ejercen sus actividades.

En este punto conviene recordar que en democracia las formas son en cierto modo tan importantes como el fondo, siquiera por las apariencias. De forma especial cuando se trata de dinero, que es algo que todo el mundo analiza, y sobre todo en tiempos tormentosos, cuando millones de personas tienen dificultades para llegar a fin de mes y otras muchas reciben salarios o ingresos muy por debajo de las cifras de sus políticos representantes, los hayan votado o no. Y, por supuesto, hay quien se indigna al conocer la relación de bienes de no pocos miembros de esa profesión, sobre todo al observar en diversos casos las diferencias entre cuando llegaron a ella y cuando la abandonan.

En definitiva, y tras insistir en que la pretensión de un ejercicio gratuito de la política es un error, no debiera olvidarse la conveniencia de explicarlo citando, verbigratia, “la dignidad del cargo”, que casi nadie discute ni comparar las cifras que gana un diputado con las de un gerente de una gran compañía. Ni siquiera mencionar que hay cargos que ganan más que un presidente de gobierno: esas son excusas de mal pagador y/o la última prueba clara de lo mal que funciona el sistema retributivo. Aparte de que parece próximo el momento de analizar, a fondo, los costes de los políticos y su productividad. Pero esa es otra historia.