Sin dejar de cuidarnos, sin bajar la guardia, empieza un momento completamente distinto después de año y medio de desconcierto y en guardia. ¿Podemos hablar del fin de la pandemia? Desde luego, con respecto a la situación en el mundo, no. Pero en Galicia la incidencia de la enfermedad ahora mismo nada tiene que ver con lo visto hace siquiera unos pocos meses. Los signos de recuperación en todos los frentes se acumulan. Los equipos especiales de protección, los famosos trajes EPI, quizá la imagen más poderosa para representar la inusual dimensión del combate, han desaparecido de las UCI del área sanitaria de Vigo y Ferrol y de otros hospitales al no existir casos activos entre los enfermos allí ingresados. La celebración de Conxemar, el mayor evento ferial de Galicia, un éxito de convocatoria pese a las restricciones, ha superado la prueba sin contagios. La vida va abriéndose paso.

Existen motivos para el optimismo y una certeza absoluta: las vacunas han mostrado su eficacia pese a la premura con la que hubo que ponerlas en circulación y las dudas que suscitaron por la falta de datos científicos contrastados para probarlas. Los equipos encargados de aplicarlas, particularmente en Galicia, han actuado con rapidez y diligencia. Cuesta sin embargo ilusionarse pensando en quienes han quedado atrás en la batalla. Los ciudadanos de los países ricos pueden sentirse unos privilegiados. Con ser terrible lo que han sufrido, queda a mucha distancia de la impotencia y desesperación de poblaciones sin acceso a las dosis salvadoras y a una cualificada atención hospitalaria.

El Occidente desarrollado no paga globalmente este peaje tanto en muertos como en contracción de la esperanza de vida, la mayor desde la Segunda Guerra Mundial. La de España se ha reducido, según un estudio de la Universidad de Oxford, en 18 meses: 84 años y medio para las mujeres y 79 años y siete meses para los varones. En términos demográficos, la transmisión vírica acabó por devastar una estructura precaria. En el caso de Galicia, la pandemia agudizó la crisis poblacional del territorio, que suma tres décadas con más muertes que nacimientos, y rompió la tendencia de dos años en los que ganó población gracias a la llegada de ciudadanos de fuera. En el último año, la comunidad perdió 7.574 habitantes durante la infección –la Xunta cifra en 2.375 los óbitos vinculados al COVID pese a mantener la tasa de letalidad entre las más bajas de España–, debido al persistente desplome de la natalidad, la emigración de locales en busca de oportunidades y la fuga de inmigrantes.

La gravedad de la emergencia disminuye drásticamente; si las cosas continúan así, y nada hace presagiar que se tuerzan, la economía y el futuro de esta tierra tendrán que acelerar y desplazar a la salud como prioridades principales

Durante las vacaciones fue posible compatibilizar una campaña turística de récord con la contención de las estadísticas de incidencia. Las fiestas y celebraciones ajustadas a las nuevas normativas tampoco dejaron una huella traumática. En la reincorporación a los centros educativos, los positivos suman un porcentaje ínfimo que apenas altera las clases. Como sin sobresaltos ha transcurrido la vuelta a la Universidad.

Desde la pasada medianoche, lo más parecido a la antigua normalidad que veremos en Galicia es la vuelta a los aforos, con carácter general, al 90% en casi todos los ámbitos: comercios, academias, congresos, instalaciones deportivas, espacios culturales... Lo mismo ocurre con los espectáculos artísticos y musicales. Será una transición a la normalidad “total” que las autoridades autonómicas estiman que llegará a la comunidad dentro de dos semanas si todos los indicadores siguen evolucionando positivamente como hasta ahora.

Algunas restricciones como los tapabocas, o la higiene de manos, pueden quedar definitivamente instaladas, en determinados ámbitos y circunstancias, como hábitos saludables para eludir plagas y catarros. El uso del teléfono en atención primaria también se ha revelado como una opción interesante, aunque nadie puede utilizarla de parapeto para escamotear una atención personalizada.

Aunque el patógeno remita, queda pelea: las secuelas invalidantes, el insidioso COVID persistente, la afección en la salud mental del largo confinamiento, los pacientes desatendidos durante este tiempo, las operaciones postergadas, las interminables listas de espera en las especialidades menos urgentes. Las autonomías levantan la mano. Unas se adelantan a otras en las aperturas. La hostelería y el ocio nocturno en Galicia quieren más flexibilidad y recuperar ya los horarios anteriores a la pandemia. Ven ilógico que con menor incidencia en este momento, las restricciones sigan superando en severidad a las de comunidades con peor panorama. En todo caso, lo indiscutible es que habrá que comprometer a los ciudadanos en comportamientos seguros.

Con la debida prudencia, toca rehacerse y cambiar el esquema mental para reanudar la marcha. Hasta la fecha, la Xunta ha priorizado en la balanza la sanidad en sus actuaciones. Por acierto o por fortuna, con un resultado excelente. La gravedad de la emergencia disminuye drásticamente. Si las cosas continúan así, y nada hace presagiar que se tuerzan, la economía y el futuro de esta tierra tendrán que primar en la agenda y desplazar a la salud como prioridades.