Cuando desde muy jovencita me preguntaban si en el futuro quería casarme, casarme como quien quiere una casa con jardín o que le incineren, me reía. Resulta curiosa esa manera de preguntar, ese quieres casarte como un genérico, como concepto, como meta. Siempre me quedé con ganas de contestar: de querer algo que no se puede planear, elegiría enamorarme. Sigo pensando lo mismo.

Sin embargo, otras cosas que creía ciertas en aquel momento, han dado un vuelco. Pensaba que dramatizaba mi madre cuando nos decía, ya me echaréis de menos, y desde entonces no existe un segundo en el que no lo haga; o que mi padre exageraba viendo peligros sólo porque se hacía de noche, y cuántas veces volví a casa apurando el paso. Y cuánto lo pienso ahora si mis hijos se retrasan y no llaman.

Pensaba que la depresión postparto era un cuento y no lo era, pensaba que mentían los adultos cuando decían que no había vida mejor que la del estudiante, y no mentían, pensaba qué cansinas las abuelas con el refranero, “hijos criados trabajos doblados” y se quedaban cortas. Pensaba que el síndrome del nido vacío era un invento de madres amargadas que no tenían más vida, y me equivoqué. Pensaba que ni pizca de gracia tenían quienes se rieron de mí por quejarme de la crisis de los cuarenta y, recién cumplidos los cincuenta, también me reiría yo si volviera.

No hice caso de los curas cuando decían “lo que daña a un niño, daña a un viejo” y muchas cosas me hicieron daño. Pensaba que el tópico de –la belleza está en el interior, todo lo demás acaba marchitándose– era un consuelo para feos, pero no, se marchita y hace falta mucho más que belleza.

Creemos que nuestra esencia apenas cambia con los años, nos miramos y nos parece que aquel chaval que fuimos sigue ahí, pero ¿realmente sigue?

Cuando mi hija mayor cumplió dieciséis, me enseñó un mensaje de cumpleaños que le había escrito su novio, decía algo así como: “No te olvides de querer como ahora, tenemos que recordarlo fuerte para no llegar a querer nunca como quieren los mayores”.

El mensaje me pareció mal para mí y bien para ella, como me lo parece todo desde que creció, pero han pasado cuatro años desde ese día y el lunes me reenvió un vídeo de ese mismo novio, un memoji más exactamente, en el que muy de madrugada le decía: Hola guapa, espero que te levantes con ganas de hoy, te quiero.

Igual es verdad que los mayores no queremos así. Quizá teníamos que haberlo recordado más fuerte.