En su reciente obra Gabo y Mercedes: una despedida (mayo de 2021), cuenta Rodrigo García, hijo mayor del nobel colombiano y reconocido cineasta, que una amiga le preguntó cómo le iba a su padre con la pérdida de la memoria, a lo que él respondió: “Vive estrictamente en el presente, sin la carga del pasado, libre de expectativas sobre el futuro”. Y ella concluyó: “Entonces, no sabe que es mortal. ¡Qué suerte tiene!”.

Los que me conocen, aunque sea ligeramente, saben de mi gran admiración por Gabriel García Márquez, del que pienso que tenía un talento colosal para escribir, sobre todo obras de ficción. Pues bien, durante una reciente visita a España del publicista Francisco Samper le hablé con tanto entusiasmo de su paisano Gabo que me regaló la obra antes citada. No sería sincero si me callara que temí que iba a sufrir al leer sobre los últimos momentos de la vida de tan magistral escritor e incluso que ello podía enturbiar la veneración que siento por su obra. Pero les adelanto que no fue así: lo sigo viendo como siempre, un ser mortal con un talento imperecedero.

En sus Migajas sentenciosas escribió Quevedo, que “no hay colmillo de jabalí que tal navajada dé como la pluma”. Es verdad que un buen escritor con mala leche dispone de un arma letal contra sus adversarios. Pero también lo es que la escritura sirve para mucho más que eso, como por ejemplo para llegar a pertenecer al pueblo, como le sucedió a Gabriel García Márquez.

En febrero de 2002, hace casi 20 años, escribí un artículo titulado ‘Escritor de sentimientos’, en el que decía que Antonio Gala había comparado escribir con pasarse un folio en blanco por el alma. Añadía que para ser escritor de sentimientos había que tener un alma muy sensible y amar las palabras. Pero que todavía falta algo: el amor recíproco, el amor correspondido: “Solo cuando las palabras aman también al escritor, es cuando se produce la más bella y plena impresión del alma en el papel”. Y concluía: “Por eso, solo llega a ser escritor de sentimientos el que los tiene, ama las palabras y es correspondido por ellas […] Amar las palabras es una pasión, que te amen ellas, un privilegio”.

Es obvio que considero a García Márquez un escritor de sentimientos, porque tenía una gran sensibilidad creadora, amaba las palabras y, sobre todo, ellas estaban locamente enamoradas de él. A pesar de ello nunca me preocupé de cómo serían los últimos años de su vida. Antes del libro de su hijo Rodrigo, supe que había perdido la cabeza, que estaba muy grave y que un día de abril de 2014 falleció. Todo ello lo fui conociendo poco a poco a través de las noticias.

Sobre su progresiva demencia cuenta Rodrigo: “Mi padre estaba plenamente consciente de que la memoria se le esfumaba”. Y relata que repetía una y otra vez: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”. Con el tiempo su angustia fue disminuyendo. El excepcional escritor –agrega su hijo– recobraba algo de tranquilidad y a veces decía: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”. Y añadía: “Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta”. Narra también que una vez la secretaria de su padre lo encontró solo en el jardín, mirando a la distancia, perdido en sus pensamientos y le preguntó: “¿Qué hace aquí afuera, don Gabriel? Llorar. ¿Llorar? Usted no está llorando. Sí lloro, pero sin lágrimas. ¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?”.

"Hablamos de alguien cuya mente creadora navegó con frecuencia por el mundo inigualable del realismo mágico. Y los gallegos sabemos bien que en ese mundo puede suceder cualquier cosa"

Confiesa Rodrigo que cuando su padre caminaba irremediablemente hacia el trastorno definitivo de la razón, a él le habría gustado creer que su cerebro, “dotado de una imaginación prodigiosamente fértil, a pesar de la demencia (y tal vez con la ayuda de la morfina) era todavía el caldero de creatividad que siempre había sido. Agrietado tal vez, incapaz de regresar a las ideas o de mantener los argumentos, pero todavía activo”. Lo más probable es que ya no lo fuera, que sin el fuego del talento la creatividad acabara por apagarse al tiempo que la propia caldera. Pero no podemos asegurarlo. Hablamos de alguien cuya mente creadora navegó con frecuencia por el mundo inigualable del realismo mágico. Y los gallegos sabemos bien que en ese mundo puede suceder cualquier cosa.

Llegó el día en que murió el hombre, el escritor de historias que a tantos seres humanos emocionaron, entretuvieron y entusiasmaron. Al conocer la noticia, Rodrigo pensó que “más allá de la tristeza está la incredulidad de que un hombre tan vital y expansivo, siempre embriagado con la vida y los avatares de la existencia, se haya extinguido”. Y es entonces –añado yo– cuando comienza a comprobarse que la pluma no solo sirve para dar navajadas más profundas que las del jabalí. Que hay otras plumas que operan el prodigio de conectar tan íntimamente al escritor con sus semejantes que hacen posible que sus relatos les lleguen directamente al corazón, produciendo momentos de un goce intelectual indescriptibles. Y la de Gabriel García Márquez era una de ellas.

Por eso, al poco de morir, el Instituto Nacional de Bellas Artes de México organizó un homenaje abierto al público en honor del nobel colombiano al que asistieron los presidentes de México y Colombia. Al homenaje acudió también un gentío que desbordó todas las previsiones, permaneciendo muchos de los asistentes en el exterior bajo la llovizna hasta que les llegó el turno de rendirle honores al difunto. El presidente colombiano Juan Manuel Santos no escatimó palabras sobre su paisano y finalizó diciendo: “Gabo fue el colombiano más grande que jamás haya existido”. Ante él estaban las cenizas de un hombre cuyo mérito fue nada menos que haber sido un escritor con un talento descomunal al que sentimos como propio la legión mundial de sus lectores.