Hace algún tiempo –indefinido, como el autor, cuando alguien dijo aquello de “lo medible no es opinable”– pareció que en determinados asuntos se habían terminado los debates. En caso de desacuerdo sobre cuestiones materiales susceptibles de que le aplicasen las tres dimensiones, o al menos dos, se sacaría la cinta métrica y punto pelota. Pero cuando la política se convirtió en algo más que una vocación, nada quedó fuera de su ámbito ni sometido a discusión: incluso el don de la infalibilidad dejó de ser exclusivo del Papa de Roma y algún gobernante lo reivindica.

O sea, que expuesto de modo distinto a aquella rotunda afirmación, los números –o las medidas– en el antiguo oficio de lo público ya no “cantan”. Es más: se pueden emplear incluso para alentar las polémicas más variadas. He ahí, sin ir más lejos, la que se ha abierto entre la Xunta que preside el señor Feijóo y la señora Pontón, lideresa del BNG y de la mayoría de los adversarios que el PPdeG tiene en el Parlamento autonómico. Y por culpa de algo que muchos creían casi gratuito, o al menos barato, además de abundante sin límite: el agua. O, para ser exactos, su precio.

Doña Ana, que no es precisamente de las que se calla ni moderada en su retórica cuando habla, denunció un proyecto del Gobierno gallego sobre la cuestión y acusó a sus autores de encarecer el producto de una manera desenfrenada. Bautizó la ley como “la del sablazo”, pero no aportó datos bastantes como para sustentar ex cathedra su definición. Eso sí: logró al menos dos de sus objetivos: uno, que parte de la gente del común la creyese y, dos, que la propia Xunta replicase, naturalmente para negar lo dicho por su señoría. Y matizando el propósito del proyecto de la consellería de Infraestructuras y Movilidad.

Su titular, la señora Vázquez –doña Ethel– aportó varios puntos clave para encuadrar la cuestión. El primero, que la norma tiene por objetivo la mejora y/o restauración de los servicios y redes de abastecimiento; segundo, que se trata de ayudas a la gestión municipal, que es la competente; tercero, que la aceptación, o rechazo, es voluntaria; y cuarto, que las tasas y demás siguen siendo asunto de los ayuntamientos. Aunque, pese a esos datos, quedan algunas dudas acerca de si, al final, el agua será más cara para los usuarios. O sea, si habrá sablazo y quién lo dará.

Reducido así, en cierto modo, el asunto a una cuestión de fe según el padre Astete, que la definió como “creer en lo que no se ve” –aunque en este caso podría añadirse que “por ahora”–, nada hay aún medible y, por tanto, todo es opinable, y los números todavía no “cantan”, y menos cuando la Federación de Municipios también protestó, quizá preventivamente y dado que las elecciones municipales están casi a la vuelta de la esquina, o eso parece por la agitación en los partidos. Expuesto en lenguaje coloquial, si hay un interpretador que interprete el lío, buen interpretador será. Y, además, le prestará a la sociedad civil un servicio indiscutible para su sosiego. Y es que no está el patio para más tasas, impuestos, cánones o sablazos: ya hay demasiados, sean municipales, diputacionales, autonómicos o estatales.