Opinión
Aquel ahijado chino
Hace poco, y a raíz de lo escrito sobre mis “amigos” orientales, la profesora María do Carmo Henríquez evocaba los días de su infancia cuando salían a la calle a pedir “para los chinitos”. Yo también viví esa experiencia infantil de pedigüeño filantrópico, cándido e inofensivo salteador de paseantes, y deambulé por las calles con una figura de porcelana entre las manos que representaba la cabeza de un chino coronada por un sombrero en pico en el que se abría una ranura por la que se introducían las monedas. Lejos estaba yo de imaginar entonces –como al paso de los años pude comprobar– que eso mismo es lo que apetecen muchos, que en su cabeza hueca entren, no ideas ni ciencia ni conciencia, sino monedas y más monedas hasta atiborrar su oquedad craneal.
Eran días de celebración del llamado Domund en los que una legión de infantes hacía colecta en favor de niños de China y África, lejanos y desconocidos, nunca visibles. No sé a qué venía aquella caridad de lejanía intercontinental, cuando, por aquel entonces (y hoy también, por desgracia) había tanto necesitado aquí, entre nosotros, a la vuelta de la esquina. Es, desde luego, mucho más tangible la caridad de proximidad que la fiada a tan larga distancia, tanta que llegaba a resultar indefinida y difusa. Quiero confiar en que aquellas recaudaciones estuviesen bajo un riguroso y honesto control que asegurase su llegada a los destinatarios, de modo que, al final, lo recaudado no se lo jugasen cuatro listillos a los chinos.
Pero el culmen de aquellas obras de etérea y ultramarina beneficencia estaba en el apadrinamiento de un “chinito”, ventura que se alcanzaba por sorteo entre los niños de las escuelas. Y en la mía me tocó a mí tamaño honor. No recuerdo en qué forma funcionaba aquel padrinazgo; es muy probable que se atribuyese en compensación a alguna aportación económica y que este fuera el cebo inductor para optar a tan distinguida elección; lo que sí recuerdo es que no se asumía carga tutelar alguna –lógicamente–, y que todo quedaba limitado a dar mi nombre al desconocido chinito apadrinado. No se sabe que tal gesto supusiese ventaja alguna para él; antes al contrario, debía de ser una carga enojosa tener que llevar de por vida un nombre español. De igual modo hay que pensar que al pequeño oriental importaría bien poco quién fuera su desconocido padrino en España. Pero a mí, la idea de que un niño chino llevase mi nombre me producía una dicha especial. Aquel día me sentí ascendido a la condición de adulto, distinguido entre y frente a mis compañeros, afortunado con la posibilidad de ser padrino de un pequeño oriental que, en lo sucesivo, se llamaría como yo. Era como si en el otro confín del planeta hubiese un alter ego mío, una proyección de mi ser deambulando por las calles de su pueblo, cual si me hubiese sido otorgada una vida duplicada, desdoblada, una existencia vicaria en pleno Oriente. Un niño reiniciaba en un lugar remoto, tal vez exótico, su vida llevando mi nombre y vinculado a mí por esa designación; a saber qué me podría deparar aquella vida paralela.
"Era como si en el otro confín del planeta hubiese un 'alter ego' mío, una proyección de mi ser deambulando por las calles de su pueblo, cual si me hubiese sido otorgada una vida duplicada"
Pero lo cierto es que –como era de esperar– nada obtuve de aquel ilusionante padrinazgo. Como es lógico, nunca llegué a saber nada de aquel pobre niño al que decían haberle endilgado mi nombre sin que yo hiciera nada para merecerlo ni él nada para padecerlo. Obviamente, todo aquello era una filfa para ilusionar a los párvulos guerreros del Domund. Está visto que todas las ilusiones engañosas venían de Oriente, si no eran los Reyes Magos, eran los chinitos.
La verdad es que aquel episodio escolar lo tenía casi olvidado, hasta que la alusión de María do Carmo Henríquez a las colectas para los chinitos lo despertó de su letargo. Imagino que a estas alturas ya no se recurre a la tierna infancia para servir de reclamo recaudatorio. ¡Cómo han cambiado las cosas! Y más que cambiarán en el futuro. No descarto que en unas décadas, cuando se cumpla la profecía de Napoleón y China despierte del todo, serán los niños chinos quienes sean llamados a apadrinar españolitos. Al tiempo.
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