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Con la llegada de la normalidad pospandemia empezamos a levantar inventario de los cambios habidos. Aún “pisando la dudosa luz del día” –¿será posible la recuperación de Cela?-–, la premonición de los profetas agónicos sobre que nada sería igual tras el COVID está sometida a auditoría salvo, claro, para los beneficios ya consolidados de las empresas farmacéuticas.

Instalados pues en la transición de la vieja a la nueva normalidad hay cosas, como la acritud del debate político celtíbero, que son una enfadosa herencia del pasado. Otras, en cambio, traen el frescor de lo novedoso. Entre estas cabe señalar la próxima regulación del teletrabajo, dicho en largo, el desempeño laboral no presencial en el lugar de trabajo.

El ministro Iceta, poco antes de abandonar con perceptible incomodidad sus tareas como titular de la Función Pública, alcanzó un acuerdo con los sindicatos para llevar el teletrabajo hasta el 60 por ciento de la semana laboral, es decir, tres días, dejando los dos restantes para el trabajo presencial. Cierto es que, ocupados como estábamos en la gestión y sobreseguimiento de la pandemia, las cosas de Iceta sonaban a ocurrencias de este inteligente y espumeante ministro catalán, más dotado para los juegos optimistas de la voluntad que para la grave prudencia de los asuntos de Estado. Sin ánimo de distraerles, Iceta me recuerda –en alegre– a Jesús Eguiguren, aquel socialista vasco que en nombre de Rubalcaba negoció con Arnaldo Otegi el cese de ETA: personajes que, en su bonhomía, necesitan ser llevados con rienda corta.

Las grandes empresas ya empezaron a prescindir de oficinas. Una revolución está en marcha

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Volviendo al tema del día y recuperada la función pública para un ministerio casi de los denominados “de Estado”, caso del de Hacienda, apenas se ha dejado pasar el mes de agosto para reconducir la propuesta del Gobierno sobre el teletrabajo a apenas una jornada a la semana. Cabe imaginar que, entre aquella abundancia de Iceta y esta penuria de Montero, las partes contratantes sabrán llegar a un lógico término medio. El acuerdo que se alcance tendrá un previsible efecto ejemplificante más allá de los porosos muros de la función pública. Las empresas privadas –y los sindicatos– aguardan expectantes esta referencia. Por lo pronto las grandes corporaciones han empezado a prescindir de superficie de oficinas. La banca y las suministradoras, con la digitalización por bandera y coartada, se alzan como precedentes de un mundo laboral, este sí, bien distinto. Una revolución está en marcha.

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