Hay que darle razón, sin duda, a quien calificó de “criminales” a los incendiarios de Ribas de Sil, los que prendieron un fuego que consumió dos mil hectáreas de monte y puso muchas vidas en peligro. Es cierto que ni la denuncia ni el calificativo son nuevos, como tampoco lo son los hechos, pero quizá llegue el momento para insistir en una exigencia que, no se sabe muy bien por qué, los legisladores no abordan. Pese a que con tanto afán aprueban normas polémicas sobre educación o la “muerte feliz” de quienes la desean por su propia mano, que no parecen urgentes.

La reclamación no es otra que se haga caer sobre los incendiarios todo el peso de la ley; ni siquiera haría falta una reforma profunda del Código Penal: bastaría con que quienes pueden lo hagan y dejen de considerar el fuego forestal intencionado solo como una costumbre dañina, un instrumento de rencillas personales o la obra de chiflados que hay que despachar como un delito menor. Los efectos negativos de los incendios duran años y son de muy diferentes niveles de gravedad, que han provocado hasta ahora muchas muertes de personas.

Es cierto, y así lo han expresado en no pocas ocasiones autoridades políticas, jurídicas y policiales, que para condenar hay que demostrar la autoría. Y que la dificultad de las pruebas irrefutables es grande, por diferentes razones, entre las que no debe excluirse la de la afinidad vecinal junto a otras de índole material o psíquica. Y si no el único, uno de los mejores procedimientos para la detención y juicio de los incendiarios es la plena cooperación de quienes los conocen, saben lo que son y lo que hacen. Y porque a estas alturas no queda otra.

En este punto, se precisa la rotundidad: colaborar con las fuerzas de seguridad para salvar bienes comunes –aunque algunos sean en mano común o privadas: los árboles benefician la vida de todos– no es delación, no convierte a quienes la ofrezcan en “chivatos”, gente despreciable a los ojos de muchos. Es exactamente lo contrario: son vigilantes que, dentro de la ley, hacen lo que deben por el bienestar general. Un deber cívico, por supuesto, que a veces resulta doloroso de cumplir, pero que da la talla humana y positiva de quienes lo hacen. Y así debe ser.

Dicho cuanto queda, procede ahondar un poco en la idea de que los incendios forestales no son, en su gran mayoría, un fenómeno natural que ayuda a renovar el bosque. En Galicia, una proporción muy alta de los que se padecen resultan intencionados, aunque las causas son del todo diferentes: desde negligencias hasta enfermedades mentales, pasando por desavenencias entre propietarios y unas cuantas más. Antes se les relacionaba con el precio de la madera o intereses urbanísticos: lo primero parece en declive y lo segundo, controlado casi en su totalidad tras la promulgación de leyes que limitan la urbanización de superficies quemadas. Pero el problema sigue y oscila en gravedad: hay que acabar con él de una vez por todas o al menos reducirlo a consecuencias mínimas. Y para eso hay que reordenar el monte y su propiedad: de eso habló, con mucho sentido, el conselleiro de Medio Rural.