Años antes de los terribles atentados suicidas contra las Torres Gemelas, el analista de política internacional Walter Lequeur, un historiador judío alemán que sobrevivió al Holocausto, se exilió a Estados Unidos y ocupó un cargo directivo en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington, escribió en uno de sus libros de análisis del fenómeno terrorista unas palabras premonitorias: “Es muy alta la posibilidad de que de cien atentados terroristas superviolentos falle el noventa y nueve por ciento. Pero el que tenga éxito se llevará por delante muchas más víctimas, hará más daño y provocará más pánico del que el mundo haya experimentado hasta entonces”.

Su profecía se cumplió el 11 de septiembre de 2001, cuando radicales islamistas estrellaron dos aviones llenos de pasajeros contra dos de los rascacielos más emblemáticos de la primera potencia del planeta, provocando una masacre sin precedentes en tiempos de paz. Y a la vista de las cámaras, lo que les dio, en directo, una audiencia planetaria.

El 11-S existió para poder ser visto por televisión. El martes negro, el día de la infamia, ciudadanos de todos los países sintieron el estremecimiento de una acción terrible e inimaginable que puso en evidencia a los servicios secretos de los países más poderosos, que no supieron aventurar el ataque bien planeado de un grupo vinculado a la rama más violenta del Islam. Aquel suceso tuvo una de las mayores coberturas informativas de la historia de la comunicación, lo que sin duda era uno de los objetivos principales de los terroristas y de sus instigadores.

El éxito del terrorismo, como el de la publicidad, se encuentra en llamar la atención y dirigirla hacia un grupo identificable. La puesta en escena de aquella fatídica jornada se convirtió en un grandioso espectáculo retransmitido. La teatralidad de la acción, el juego con los símbolos, la singular performance de los suicidas, cumplía un guion. Y todos fuimos espectadores con asiento de preferencia en un inmenso anfiteatro.