Muchas de las cosas que se propugnan hoy como sostenibles no son nada extrañas para mi generación. Eso que llaman desarrollo, practicado de forma exponencial a nivel mundial en los últimos sesenta años, ha evolucionado no sólo hacia cosas positivas como la extensión de la vida, los derechos humanos o la internacionalización. En el transcurso de esta huida hacia adelante, también han quedado por el camino cosas tan simples y triviales como cambiar los cascos vacíos de las botellas de los refrescos por otros nuevos rellenos del producto. Sin saberlo, vivíamos inmersos en una especie de economía circular inconsciente.

Para nosotros los objetos y manufacturas llevaban implícito su valor retornable, de modo que pocas cosas acababan como basura y, cuando así lo hacían, seguramente consistían en restos orgánicos de las sobras procedentes de la manutención diaria familiar que, a pesar de que no existían cubos de tres recipientes diseñados para el reciclaje selectivo, ni se les esperaba, cualquier sobra de este tipo, que para diferenciarla de otros excedentes le denominábamos “lavadura”, era introducida en un cubo específico que recogía puntualmente una persona que, llegada de una parroquia colindante del rural, hacía su ruta por las casas de la zona para obtener estos desperdicios.

Una vez en la aldea con su cargamento orgánico, procedía a una clasificación selectiva del material con el fin de darle un nuevo ciclo en su minifundio, bien como abono para la leira o, en caso de ser materia orgánica en buen estado y comestible, procediendo a alimentar con él a los animales. Es por eso que nunca se hablaba de bajar la basura. Se decía “bajar el polvo”.

Las bolsas, que cada vecino colocaba en las puertas de las casas raramente llevaban como sucede hoy materia orgánica, ni plásticos, ni envases pues estos, como he comentado, eran todos reciclables y si ibas a comprar un producto como un sifón, una gaseosa o una Mirinda, tenías que presentar tu casco vacío para que el tendero te vendiera uno lleno. En caso de que no lo tuvieras, pagarías un coste adicional para que ese envase pasara a tu propiedad y así poder cerrar el ciclo. Es lo que se sigue haciendo hoy con la botella de butano. Tu has pagado una botella y el butanero lo único que hace es el recambio de lleno por vacío.

No me quiero imaginar si hubiéramos decidido hacer con las bombonas lo mismo que con todos los envases, es decir, hacerlos no retornables, ¿en dónde meteríamos todo ese material?. Seguramente tendríamos en los suburbios de las ciudades enormes montañas de color naranja.

Pero a las casas no solo se acercaba la persona de la lavadura a recoger el excedente, también venía Otilia con la leche recién ordeñada. La transportaba en un cántaro cónico equilibrado sobre su cabeza. Un paño enroscado era lo que amortiguaba el metal contra el cráneo. Antes de llegar a la ciudad las lecheras y agricultores que venían con sus productos de las parroquias del extrarradio tenían que pasar por el “fielato”. Los fielatos eran unas pequeñas casetas pintadas con los colores de la bandera de Vigo que, situadas en los límites de la ciudad con las parroquias adyacentes, realizaban el control de entrada de los bienes agropecuarios. Había un fielato en Pereiró, Lavadores, Teis… allí un funcionario del concello realizaba acciones de pesaje y diferentes pruebas de calidad de los productos que iban a atravesar esa pequeña frontera interparroquial, eso sí, ayudado por diversos instrumentos como un densímetro para calcular la densidad de los líquidos etc.

También se les cobraba un impuesto. Era una tasa por la comercialización de esos productos en la ciudad. Es decir, el fielato era una especie frontera comercial que controlaba las interacciones económicas del extrarradio con la ciudad.

Estaba yo divagando en este tema de la sostenibilidad cuando una amiga un poco mayor que yo que vive en una zona rural, no porque haya realizado la migración inversa, sino porque siempre vivió en su aldea y no marchó a la ciudad, charlando sobre diversas cosas por teléfono me dijo que debía colgar porque tenía gente a comer y necesitaba acercarse al horno del pueblo a buscar el asado que había llevado esa mañana y que había preparado en casa el dia anterior. Me sorprendió que hoy que todo el mundo dispone de cantidad de electrodomésticos para cualquier acción culinaria, aún se siguieran haciendo como en mi niñez los asados en el horno del barrio.

Recuerdo que generalmente los domingos mi madre y mi abuela hacían comidas que, para cocinarse, necesariamente tenían que pasar por el horno de Domingo en el Barrio del Cura. A la de Domingo se llegaba bien bajando por el estrecho callejón que estaba entre la esquina de la calle Llorente, después del estanco de Marujita y el bar Madrid o bajando por las escaleras pétreas que daban al barrio situadas después de la Residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Los domingos el horno de Domingo era un bullicio. Allí coincidían todas las madres y niños del barrio con tarteras, ollas, empanadas… Domingo tenía palas de diferentes tamaños todas ellas con un mango muy largo para poder atrapar los manjares situados al fondo de la cavidad semicircular del horno.

Cada persona traía su tartera de casa con alguna marca en el exterior para poder reconocerla en el momento que saliera de aquel receptáculo incandescente. Había todo tipo de asados de carne: bovina, ovina, porcina, de conejo, de aves… pero también de pescado. El ollomol (besugo) horneado era un plato muy socorrido. Contaban las malas lenguas que en una ocasión una persona intentando hacerse la fina castellanizó el término directamente y le dijo a Domingo: “me sacas el ojomuel”. También se movían las empanadas de todo tipo: xoubiñas, bacalao con pasas…

Aunque Domingo tenía un control total sobre lo que entraba en el horno y el tiempo de cocción para cada pieza que le entregaban, pedía que lo que se le diera llevara una marca. Así, sobre las empanadas se dibujaba con un poco de masa fresca la inicial de la persona o del apodo de la familia. Por ejemplo los Tarteira con una “T”, Maruja Seoane ponía una “S”, los Chiquet una “C” y así sucesivamente.

También era válido cualquier símbolo original que sirviera de identificador, con el fin de poder recuperar cada uno lo suyo sin confusión cuando saliera del horno y no llevar para casa la comida de otro. Si una letra estaba repetida Domingo decía; “eso ya entró” y la persona, con la masa aún fresca, cambiaba la letra o el símbolo dibujando otra figura que no estuviera dentro del horno. También se metían a cocer queiques, tartas de manzana y bizcochos. Todo cabía en el horno de Domingo del Barrio del Cura. A pesar de que los manjares eran muy diferentes no se contaminaban los sabores. No se trataba de un totum revolutum. Lo importante era el control que de forma magistral ejercía pala en mano para hornear con precisión cada plato. Así, no era lo mismo el tiempo dado al pescado que a la carne, lo mismo sucedía con la masa de una empanada respecto a cualquier pieza de repostería.

El arte de la ubicación de tarteras y fuentes con carne y pescado en relación a los productos de masa como empanadas y repostería en función de las zonas según la temperatura interior del horno, era también una tarea delicada y primordial para que todo saliera en su punto.

Visto lo visto, podemos deducir que tuvimos la suerte de vivir una niñez en la que de forma inconsciente y sin jactarnos de ello, practicamos una economía circular donde nada se tiraba, hasta la “lavadura” tenía una segunda oportunidad y los productos de consumo como la leche llegaban a la puerta de casa de la mano de un ser humano al que se le llamaba por su nombre. Por si fuera poco, el domingo íbamos al horno, un lugar de socialización por excelencia. En sus inmediaciones jugábamos con otros niños a la vez que ayudábamos a nuestras madres a transportar, hasta y desde allí, los asados, la repostería y las empanadas.