La guerra contra el terror no acabó, pero está perdida. Después de cocinar un desaguisado de 387.000 muertos y 38 millones de personas que abandonaron sus casas, regresan los talibanes al paso macarra de la victoria.

El presidente de los Estados Unidos Joe Biden dijo a los afganos que guerrearan ellos y, en vez de agitar una bandera blanca, salió del escenario por un horizonte de alicaídas banderas de barras y estrellas.

Las banderas son señales y cuando se muestran repetidas en los escenarios su lectura es de tartamudez y eco:

–Est-est-estados-uni-dos-dos, dos...

Cuanto menos país tiene un político o más débil está, más banderas iguales sube al escenario. Viene a la cabeza Isabel Díaz Ayuso recibiendo a Pedro Sánchez entre banderas rojas con estrellas blancas que decían Madrid, Madrid, Madrid, Madrid, Madrid como en un chotis rayado. En medio de ellas, los dos jóvenes y apuestos gobernantes parecían salir de un probador de tienda de ropa.

Las banderas son vistosas, tienen bonitas combinaciones de colores y el viento les da gracia, pero no dejan de ser señales que significan algo:

–Mira, aquel balcón es partidario de la independencia de Cataluña.

–Mira, esa mascarilla protege del coronavirus a una legionaria.

–Por el collar, ese pastor alemán es español. Estará orgulloso el perro.

Aunque la proliferación de banderas hable de la salud o la necesidad de un político, dicen mucho menos que las señales de tráfico. A Biden se le hubiera entendido mejor al lado de una señal de stop a la guerra o de ceda el paso a los talibanes. El Afganistán actual se representa con una señal de peligro de desprendimiento y otra de animales sueltos. Irak, con la de calle cortada. La polarización que trajo la ideología que propició esa guerra contra el terror hizo que la libertad de las democracias occidentales se represente con la señal de estrechamiento de calzada y el neoliberalismo quitado las de precaución niños y ciclistas y borrado todos los pasos de peatones.