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Eduardo Jordá opinador

En la tirolina

A última hora de la tarde, paso por un parque donde hay una tirolina. En el parque hay poca gente: una señora que pasea al perro, dos caminantes que hacen ejercicio, un tipo que corre como si huyera de sí mismo porque ha adivinado cómo va a ser su vida en el futuro… De momento, la tirolina está vacía. El monitor está a solas en la plataforma, aburrido, esperando que llegue alguien a lanzarse. Y como no llega nadie, el monitor se entretiene haciéndose selfis. Se pone el casco y se hace un selfi. Se quita el casco y se hace otro selfi Se pone de pie y se hace un selfi. Se sienta en el banquito y se hace otro selfi. Con arnés. Sin arnés. Sonriendo. Serio. Sacando la lengua. Mirando los árboles. Reconcentrado. Seductor. Tonteando. Haciendo morritos. De nuevo serio. Y así una y otra vez. Supongo que todos esos selfis irán a parar enseguida a su cuenta de Instagram.

A nadie le llama la atención lo que está haciendo el monitor con su móvil, pero es algo que ha cambiado por completo nuestra idea de lo que significa la existencia. Podríamos decir que nuestros principios ontológicos –los que nos explican qué es un ser humano– han sido alterados por la aparición del móvil que nos permite enviar selfis desde un parque vacío mientras esperamos aburridos a que venga alguien a lanzarse por la tirolina. Durante miles de años, esa experiencia –la soledad, el aburrimiento, la sensación de una tarde echada a perder– era algo que debíamos asimilar a solas, o que únicamente podíamos compartir con personas muy cercanas: familiares, amigos, parejas. Ahora, en cambio, podemos teatralizarla y narrarla y “guionizarla” y difundirla por medio mundo, si tenemos una cuenta en las redes sociales que alcance cierta difusión. En cualquier caso, ya hemos asumido la idea de que nuestra vida no es eso que ocurre en una plataforma desierta en un parque vacío mientras esperamos que alguien use la tirolina, sino esas caras y esas actitudes –con casco, sin casco, sonriendo, haciendo morritos, de pie, sentado– que colgamos en las redes sociales con la esperanza de que alguien se fije en nosotros y nos envíe un ‘like’ o un corazoncito o un pulgar levantado en señal de aprobación o de ánimo. La vida ya no es un asunto puramente personal que sucede en un medio muy limitado y que solo influye en unas pocas personas de nuestro entorno y en nuestra propia conciencia. La vida es ahora un proceso continuado de teatralización y de escenificación que interpretamos para los demás, haya o no alguien que nos esté mirando desde el otro lado del espejo de las redes sociales.

La vida ya no es un asunto puramente personal que solo influye en unas pocas personas de nuestro entorno

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Quizá no nos hayamos dado cuenta del todo –es pronto todavía para entenderlo–, pero esta mutación en nuestra forma de percibir nuestra existencia –somos lo que exhibimos, somos lo que escenificamos– se ha traducido en una nueva forma de entender la política. Y las ideas que circulaban desde hace años como simples hipótesis sin demasiado fundamento, ahora están empezando a demostrar su terrible eficacia (su pérfida eficacia, dicho sea de paso). Si las políticas de identidad han saltado al primer plano de la práctica política, si hay expertos educativos que nos quieren hacer creer que lo importante son las emociones y no los conocimientos que se enseñen en las aulas, y si hay tanta gente que se considera el centro del mundo y que por eso mismo considera que cualquier cosa que le pase debe servir como fundamento para una nueva ley o normativa o práctica pedagógica, es porque ese monitor solitario se está haciendo selfis en la plataforma vacía de una tirolina.

Y nos guste o no, seamos conscientes de ello o no, esa mutación ontológica ha desembocado en una nueva mutación política. Ahora, para nosotros, vivir significa posar y actuar en una representación que siempre está siendo sometida al escrutinio de los demás. Y cuando vivir significa proyectar nuestra propia imagen –siempre teatralizada y guionizada– en el mundo también ilusorio de las redes sociales, la política también se ha trasladado al mundo ilusorio en el que nada es real ni está refrendado por la experiencia práctica. Todo es pose, sentimiento, morritos, tristeza, alegría, descaro, fingimiento. Con casco y sin casco. Sin arnés o con arnés. De pie o sentado. Mirando a los árboles o mirando la plataforma vacía. Miradme, miradme, miradme. Y si de pronto hay tanta gente que empieza a dudar de lo que tiene delante, y es incapaz de valorarlo –Occidente es una puta mierda, la democracia no funciona, nadie me hace caso, el mundo se hunde y yo estoy aquí solo esperando que venga alguien a lanzarse por la tirolina–, es porque tenemos un problema muy serio de contacto con la realidad.

Porque la realidad, ahora, no es la tirolina vacía y el parque vacío y la señora solitaria que pasea al perro, sino yo aquí sonriendo o poniendo morritos o saltando o mirando. Yo, yo, yo, yo. Aburrido, aburrido, aburrido. Y sin nadie que me haga caso.

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