Está comprobada la sabiduría que encierra –pese a que de vez en cuando sea preciso interpretarlo– el refranero viejo. Pero, por si alguna duda quedase, la noticia de que la eliminación de la ayuda al gasóleo para usos agrícolas supondrá cien millones más al año en gasto al campo gallego deja la cosa vista para sentencia: “a perro flaco, todas son pulgas”. Dicho con respeto para la gente que trabaja la tierra y sus productos y especies, por supuesto, nadie discute que los “picores” económicos que afectan a los campesinos no solo son múltiples, sino que van en aumento.

Seguramente habrá diferencias de criterio en las causas de esa situación, y es posible que todas, o buena parte, resulten ciertas, pero en su gran mayoría son como raíces –y nunca mejor dicho, dada la cuestión– de esos disgustos que ahora acontecen. Y, para complicar las cosas, es muy difícil buscar responsabilidades específicas, porque haberlas haylas, aunque tan repartidas entre los protagonistas que se vuelve casi imposible citarlos. El sector lácteo, por ejemplo, paga cara la ausencia de un gran grupo gallego y está en manos foráneas que miran por sus intereses.

Ítem más. En lo agroalimentario nunca -o casi– se apostó a fondo por un esfuerzo decisivo para dotar a lo gallego de valor añadido y otro para impulsarlo en los mercados, y ahora se nota. En definitiva, se optó por el aparente remedio de que para reducir los costes de producción el mejor método era la subvención y ahora, llegada la llamada transición ecológica –que aquí, en España, tiene un ministerio, pero no una política adecuada a la realidad en su calendario–, el problema revive y se agranda. De tal forma que, más que transición, parece maldición.

(Hay otro dato que casi nadie osa señalar como parte sustancial en el orden de los problemas: el sector primario, léase pesca y agro, fue el precio que España tuvo que aceptar para ingresar en la UE, allá por 1986: de aquellos polvos viene buena parte de estos lodos. Y peor aún, ese coste pareció asumirse aquí como una especie de plaga bíblica impuesta por decisión divina. El antiguo reino, sus estructuras y aun la sociedad gallega, lo acogieron con resignación, sin exigir las compensaciones –que no subvenciones– adecuadas para buscar un equilibrio y, en frase que ha hecho historia aquí, “pasou o que pasou”. Y ahora, pasa lo que pasa).

Es preciso insistir en que no hay un culpable solitario o identificable sin previa duda, algo que haría fácil la tarea de buscarlo y endosarle el pecado y la penitencia, así como de corregir errores; de ahí que haya de aplicarse, a cuanto pasa, aquello de que es responsable “Fuenteovejuna, señor”. No para sacarse de encima la carga: más bien por la pasividad con que una buena parte de quienes podrían hacer otra cosa, se limita a analizar los problemas sin aportar casi nunca las soluciones. Así que, en esto del peligro de que la transición sea hacia la nada, cada palo no tendrá más remedio que aguantar su vela en vez del habitual recurso de echar la culpa –“piove, porco goberno” inventó un italiano– a los que mandan, olvidando a los otros, obedezcan o no. Por eso otro italiano concluyó lo de “porca miseria”.