Tucker Carlson, presentador de la cadena conservadora Fox News, ha publicado un libro, titulado The Long Slide, en el que reúne algunos de los reportajes que publicó hace unos años en diversas revistas, algunas de ellas progresistas, para los cuales tuvo que viajar, conocer gente, hacer preguntas y tratar los asuntos que abordaba con una mente abierta y algo de curiosidad. Eran, según él, unos tiempos de precariedad y colaboraciones esporádicas, de libertad y de diversión, cuando las revistas tenían influencia y todavía no habían caído en la más absoluta irrelevancia, es decir, antes de internet y las redes sociales. En el prólogo habla de su carrera periodística en pasado, confesando que ahora, en Fox, no hace periodismo, sino un espacio de opinión y entretenimiento, aunque probablemente muchos de sus espectadores no sean capaces de apreciar la distinción. Carlson se lamenta de que ahora en los medios de comunicación no hay tanta libertad como antes y de que la mayoría de los periodistas ejercen de activistas. El periodismo se ha corrompido, dice, y la censura se ha convertido en un lugar común, como ocurre también en la industria editorial.

Para ilustrar esa transformación, además de algunos ejemplos generales (uno de ellos se refiere a cuando el estado de Tennessee intentó prohibir El origen de las especies, de Charles Darwin, porque contradecía la historia de la creación reflejada en el Génesis), Carlson recurre a su experiencia personal. Él publicó hace unos años un perfil favorable del congresista de Texas Ron Paul, famoso por sus posiciones aislacionistas, en The New Republic, una revista que defendía el intervencionismo en política exterior (considerar tal cosa un desafío es un tanto exagerado). Luego otro autor escribió un artículo crítico sobre el reportaje de Carlson en las mismas páginas y el asunto se zanjó. Así funcionaba el oficio, recuerda el presentador con nostalgia. Aunque el contenido del texto iba en contra de la línea editorial de la publicación, los editores no tenían ningún problema en publicarlo, pues con ello se iniciaba un debate intelectual enriquecedor. Aquel era, según Carlson, el mejor de los mundos posibles, cuando los progresistas y los conservadores coexistían en perfecta discrepancia sin llegar a la cancelación.

"Para vender este producto periodístico tuvo que convertirse en un personaje que nos resulta demasiado familiar"

Este alegato a favor de la libertad y el pensamiento crítico podría resultar hasta conmovedor si no conociéramos a la persona que lo firma. Porque Carlson, por supuesto, no es inocente. Debe su fama (y su salario) a la polarización. Este libro de reportajes se venderá mucho sobre todo porque su nombre viene asociado a la controversia, no por el valor de su pasada obra periodística (aunque algunas de sus piezas puedan resultar curiosas). Una de sus últimas aportaciones a la concordia nacional fue la de tratar de proporcionarle legitimidad a la “teoría de la sustitución”, divulgada por grupos de supremacistas blancos, cuando dijo en su programa que “la izquierda se pone histérica si uno sugiere que el Partido Demócrata pretende reemplazar el electorado actual por una gente nueva, votantes más obedientes del Tercer Mundo”. No se trata tanto de poder hablar como de poder odiar, difamar o discriminar a gusto.

Carlson no tiene ningún problema a la hora de reconocer su deshonestidad intelectual. Dice que apoyó la guerra de Irak sin saber nada sobre el tema. Ahora, al parecer, se arrepiente. Como otros tantos populistas que emergieron en los últimos años, Carlson se considera aislacionista, escéptico ante el papel que puede ejercer su país en el extranjero. Confiesa que en aquel entonces se posicionó a favor de la invasión por motivos espurios y que su desconocimiento del árabe lo inhabilitaba como comentarista sobre los conflictos en Oriente Próximo. Sin embargo, lo mismo se podría decir sobre su dominio del húngaro y esa carencia no le impidió dedicarle en su programa una semblanza elogiosa a Viktor Orbán, a quien también le ofreció una larga y amable entrevista, señalándolo como un modelo a seguir en la política occidental.

Las páginas más interesantes (por el cinismo y la desfachatez que destilan) son las que el autor dedica a la editorial Simon & Schuster, a la que critica por ceder a las presiones y cancelar sus contratos con políticos y polemistas como el senador Josh Hawley, a quien se le reprocha el haber promovido y apoyado el asalto al Capitolio. Carlson relata una serie de encuentros con los ejecutivos de la editorial en los que él desempeñaba el papel de defensor de los autores cancelados (en un formato muy similar al de su programa). Lo curioso es que Simon & Schuster es la editorial que publica su libro. Carlson piensa que reflejando su indignación en el prólogo salva su alma de librepensador. Y muchos se lo creerán, olvidando la cantidad de dólares que irán a parar a los bolsillos de los dueños de esa compañía, la misma que claudica ante los progres y censura a los disidentes, gracias al éxito de su libro. He ahí la tragedia de Carlson y de la profesión. Para vender este producto periodístico tuvo que convertirse en un personaje que nos resulta demasiado familiar: un miembro de la élite que decidió hacer negocio con las miserias del pueblo.