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Joaquín Rábago.

El ejército de motoristas armados que humilló a la superpotencia

Un ejército de desharrapados, montados en motocicletas y armados con fusiles de asalto AK-47 o rifles norteamericanos ha conseguido humillar y dar una lección que no olvidará al país más poderoso del planeta. La toma en solo unas horas de Kabul tras veinte años de guerra de EE UU y sus aliados contra el régimen talibán y el ultimátum dado por éste a los ocupantes para que abandonen su país muestran una vez más, por si todavía hiciera falta, la imposibilidad de imponer manu militari un sistema democrático.

Es algo que fue posible en Alemania tras la caída del régimen de Adolf Hitler, pero, a diferencia de Irak, Siria, Libia o Afganistán, se trataba de un país europeo que había experimentado ya la democracia, por accidentada que fuera la República de Weimar.

Ahora, los afganos, sobre todo los urbanitas, tendrán que aprender a lidiar con un régimen ultranacionalista y fanático que no dudará en imponer en todo el país de la llamada sharia o ley islámica, la misma por cierto que rige, aunque con variaciones, en países aliados de Occidente como Arabia Saudí y otros Estados del Golfo. Como señalan los expertos en Afganistán, la doctrina que ha predicado siempre el régimen de los talibanes es un extraño cóctel entre un islam que pretende volver a sus orígenes, algún toque de sufismo y sobre todo un fuerte tribalismo, todo ello surgido en los años de guerra civil.

Los talibanes salieron a mediados de la década de los noventa de las escuelas coránicas y su régimen fue un claro intento de acabar con lo que percibían como una situación de desorden e ilegalidades en un país dominado por la corrupción y los señores de la guerra.

La cultura tradicional de la que beben los talibanes es fundamentalmente rural, familiar y tribal. Se trata de una cultura fuertemente machista que considera a la mujer un ser débil e inferior que necesita siempre la protección del varón. No fue nunca objetivo de los talibanes reformar la sociedad, sino más bien conservar las viejas tradiciones, que habían visto peligrar por la ocupación soviética, primero, después por la guerra civil y últimamente por la ocupación de Occidente.

Pese a sus métodos brutales, los talibanes recibieron una acogida positiva en un primer momento por parte de muchos afganos ya que parecían al menos garantizar paz, orden y seguridad en un país hasta entonces convulso.

Rápidamente, sin embargo, los talibanes se convirtieron sobre todo en una policía de costumbres, que velaba por el cabal cumplimiento de los preceptos del islam más riguroso, sin que llegaran a establecer las estructuras e instituciones que necesita siempre un Estado para funcionar.

Hay quien apunta que los talibanes adoptaron también algunos elementos del islam más místico, el sufí, y así, por ejemplo, se dice que el mulá Omar, fundador y máxima autoridad islámica allí, se guiaba por los sueños y acudía con frecuencia a orar ante las tumbas de los muertos. Eran cosas que los distinguían de los yihadistas de Al Qaida, a los que, sin embargo, los talibanes dieron irresponsablemente acogida en su emirato.

También prohibieron las enseñanzas del principal ideólogo de los Hermanos Musulmanes, el ulema egipcio Yusuf al-Qaradawi.

La intervención militar de EE UU y sus aliados en octubre de 2001 los expulsó del poder y entonces cambiaron sus preocupaciones: en lugar de combatir contra el desorden interno como en el período de guerra civil, decidieron unir fuerzas contra la “agresión” de Occidente.

A partir de entonces se inició una aproximación de los talibanes al islamismo más tradicional, y comenzaron a producirse por primera vez atentados suicidas. En ello influyeron los yihadistas extranjeros que mientras tanto se habían unido a su lucha y a los que supuestamente financiaban los saudíes.

Como señala el historiador alemán Conrad Schetter, autor de varios libros sobre Afganistán, los talibanes se han presentado siempre como abogados del pueblo humilde, de los marginados y como los únicos que han hecho frente a la corrupción de unos gobernantes sin escrúpulos, apoyados por Occidente.

Su fanatismo sólo lo supera el del llamado Estado Islámico, que ha reivindicado los sangrientos atentados del aeropuerto de Kabul y no parece dispuesto a reconocer siquiera su emirato, sino que busca instalar un califato en todo el mundo musulmán.

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