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Matías Vallés.

Afganistán, la mayor mentira de la historia

Con un presupuesto billonario y más de dos décadas en escena, el espectáculo se continúa representando sin apenas cambios de guion

Afganistán no es el mayor acontecimiento de la historia, porque las dimensiones del escenario no autorizan tanta prosopopeya, pero sí la mayor mentira de la historia. Y eso que el siglo XXI viene pletórico de fabulaciones. Por ejemplo, un magnate saudí abate las torres gemelas con un pelotón de pilotos saudíes el 11S, por lo que Estados Unidos bombardea Afganistán o Irak, que pasaba por allí. Verbigracia, un contingente marroquí dinamita los trenes del 11S, por lo que se culpa a ETA del mayor atentado vigente en suelo europeo.

La mentira afgana es tan abigarrada que Der Spiegel la titula Una fantasía de un billón de dólares. Es el mayor espectáculo del mundo por su presupuesto y porque se adobó de modo concienzudo, hasta plasmarse en sus dos décadas en escena. Y si la prestidigitación mentirosa ha funcionado, es precisamente por el desinterés global sobre su cocción. Los vencedores y los derrotados eran de mentirijillas, la sangre a distancia se vuelve tan ficticia como el ketchup. Afganistán era un drama que le sucedía a otros.

Es embarazoso repetir titulares acumulados durante veinte años ante la indiferencia generalizada, cuesta recordar que testigos veraces como Robert Fisk fueron acusados de negacionistas por denunciar avances de pacotilla. A lo largo del siglo XXI, la única industria viable del Afganistán democrático ha sido la producción y tráfico a gran escala de heroína. El presidente títere Hamid Karzai, que nombra al aeropuerto de Kabul, solo podía salir de madrugada del palacio donde lo habían depositado los norteamericanos. Bebía para olvidar, aunque en su caso se atiborraba de dosis industriales de vitamina C. Los talibanes y los estadounidenses pactaron la situación actual en lujosos hoteles de Catar. La mentira era demasiado evidente para ser reconocida como tal.

A resultas de Afganistán, Estados Unidos ya no es el Real Madrid de las naciones, y viceversa. China y Catar se han adueñado del fútbol y de la política, en orden de importancia. La repentina debilidad no impedirá el cumplimiento de otro imperativo de la política, donde el descubrimiento de una mentira conduce por fuerza a otra mayor. En este caso se denomina la parábola del buen talibán. Para interpretarla se ha rebuscado a actores tan poco duchos como Josep Borrell. Después de su éxito al frente del cartel de No hay independentista bueno, ahora predica el diálogo entre iguales con los patrocinadores de Al Qaeda.

Occidente descubre con su acentuada propensión a la hipocresía que los talibanes ya ocupaban posiciones decisivas en Afganistán, antes de su victoriosa ofensiva final de farol. A lo largo de años, habían atacado al ejército regular o más bien pésimo del país asiático, causando una notable mortandad. Sin embargo, ni en una sola ocasión cometieron el error de matar a un soldado estadounidense. Esta remarcable puntería debería mover a reflexión a quienes identifican a los fanáticos del Emirato Islámico con un fanatismo irracional. Entre paréntesis, la exención violenta ayuda a entender las concesiones efectuadas por Washington durante las negociaciones en Catar.

Los talibanes se infiltraron sigilosamente en Kabul meses antes del zarpazo final, esta capilaridad anuló los mastodónticos sistemas de vigilancia estadounidenses. Lo micro atranca a lo macro, cabe recordar al Vietcong. De mentira en mentira, se trata ahora de lograr que la opinión pública erigida en el verdadero Gobierno según un Joseph Pulitzer que la bautizaba como “más fuerte que los monarcas”, se desentienda de Afganistán con la pasividad entrenada durante veinte años. De hecho, habrá afganos que se crean todavía inmersos en la embestida inicial, como los soldados japoneses que libraban a solas la Segunda Guerra Mundial años después de su conclusión oficial.

Antes de la secuela de la guerra de Afganistán, hubo un montaje inaugural. Solo quienes suspenden absolutamente su incredulidad al entrar en el teatro podían imaginar que Kabul y alrededores se habían civilizado hasta el extremo de convertirse en un país laico. Najat el Hachmi es una escritora valiente, probablemente el mayor oxímoron cultural. Siempre han hablado por nosotras sirve de excelente descripción de una dictadura religiosa, que la autora catalana simboliza ahora al recordar que “El velo es una prisión ambulante”. Es inevitable pensar en ella al contemplar la llegada de las refugiadas afganas, sin una sola cabeza descubierta, porque la segunda misión del velo es insultar a quien no lo lleva. Islamizar a España para desislamizar a Afganistán no parece un buen negocio.

Por no hablar del respeto a los derechos humanos. Afganistán ha cumplido mejor que Guantánamo la función de vertedero regido por la tortura que implantó George Bush. Los testimonios gráficos de Abu Ghraib vinculan los abusos a la geografía iraquí. Sin embargo, la CIA disponía en suelo afgano de la prisión denominada The Salt Pit and Cobalt, donde no imperaban las normas occidentales ni siquiera humanas. En esta segunda parte también se juega la venganza por los excesos cometidos, que en ningún caso empañan el recuerdo de miles de jóvenes occidentales heridos o fallecidos para montar el cobarde ejército afgano. También España cuenta por decenas a sus víctimas mortales en el trizado país islámico. Sin embargo, Estados Unidos nunca se tomó en serio a las tropas españolas. El general Stanley McChrystal las llamaba flip flops por su calzado habitual, antes de que su lengua suelta en la revista Rolling Stone le costara el cargo.

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