Entre los notables defectos que adornan a nuestros gobernantes, uno de los más lacerantes es el cortoplacismo. Lejos de adoptar visiones estratégicas y de elaborar planes con visión de futuro, nuestros administradores acostumbran a enfrentar los problemas una vez que los tienen delante de las narices. Hasta ese momento su política suele limitarse al parche, a la adopción de medidas apresuradas que calmen a modo de paliativo la situación y, recurriendo al argot del rugby, a la patada a seguir. Es la versión perversa del “día a día” que esgrimen los entrenadores de fútbol, cuya continuidad en el cargo depende del siguiente resultado. Esa frustrante tendencia al hoy y al ahora incumbe a todos por igual, no entiende de colores ni ideologías y se hereda, como si se tratase de una suerte de tara, entre las sucesivas generaciones de políticos, que lejos de aprender de los errores de sus predecesores, los extienden de forma insensata. Su única preocupación es salvar el árbol, aunque el bosque con el tiempo se eche a perder.

Esa frustrante tendencia al hoy y al ahora incumbe a todos por igual, no entiende de colores ni ideologías y se hereda, como si se tratase de una suerte de tara, entre las sucesivas generaciones de políticos

Desde FARO DE VIGO hemos venido en los últimos años alertando de forma machacona del horizonte absolutamente preocupante que se cierne sobre la dependencia. En decenas de informaciones, y también en este mismo espacio editorial, hemos advertido de que la dimensión de un fenómeno de formidables consecuencias personales, sociales y económicas no dejaría de crecer y de que era imprescindible acometerlo con una visión estructural, poliédrica, global, ambiciosa, valiente.

Como si fuese un mantra que, lejos de alertar, adormecía las conciencias y la sensibilidad de nuestra clase política, desde las administraciones se han venido desoyendo las voces de alarma, en no pocas ocasiones desesperadas, de los propios dependientes, de sus familiares, de los trabajadores del sector o de los expertos en la materia. Todos, de forma unánime, les han conminado a tratar la dependencia como un problema de estado y les han advertido de que no es una cuestión puntual de fácil arreglo con un puñado de planes y acciones que con frecuencia parecen improvisados, sino que estábamos ante una verdadera emergencia social que no puede permitir que nuestros administradores –estatal, autonómico y locales– la sigan abordando con la política del avestruz.

Si el fenómeno es grave en el conjunto del país, en Galicia adquiere mayor dimensión por la propia estructura demográfica de nuestro territorio. Con una natalidad en caída libre desde hace décadas y, en consecuencia, con una población cada vez más envejecida (uno de cada cuatro gallegos supera los 65 años de edad), el futuro pinta oscuro. La dependencia se convertirá, si no lo es ya, en una de las grandes amenazas que nos aguardan a la vuelta de la esquina. Las estimaciones que manejan en la Consellería de Política Social apuntan en esa dirección: Galicia tendrá en una década 90.000 ciudadanos dependientes, 20.000 más de los que ahora disfrutan de una prestación. Y la bola de nieve seguirá creciendo de forma inexorable.

"La situación se verá agravada en el futuro, con pensiones más bajas y menos ingresos en los hogares"

Como decimos, y pese a ese virus del simplismo que con tanta frecuencia se inocula en nuestra clase política, los problemas complejos requieren soluciones complejas. Y la dependencia es uno de ellos. La goma ya no se puede estirar más, a riesgo de que se rompa. Ha llegado el momento de acometer un plan global que ataque con rigor y recursos todos los frentes. No se trata solo de incrementar los fondos, aunque por supuesto el dinero juega un papel capital, sino de aproximarse al fenómeno desde todos los puntos de vista, sin miopía ni apriorismos, con una visión abierta.

Los expertos reclaman una prevención sanitaria adecuada que contribuya a aminorar el impacto. Porque algunos problemas graves de mañana –fundamentalmente los de naturaleza mental– se pueden detectar hoy, y reducir o ralentizar su daño con un tratamiento adecuado. Demandan también una decidida apuesta por abrir más centros públicos. Los actuales, además de insuficientes, son con frecuencia extremadamente caros, imposibles de costear por los bolsillos de nuestros mayores.

Y la situación se verá agravada en el futuro, con pensiones más bajas y menos ingresos en los hogares.

Cada vez son más numerosas las voces que denuncian el “gran negocio” en que se ha convertido la atención geriátrica. Y su más que controvertido papel jugado en la pandemia –falta de transparencia, desinformación, cuando no ocultación y servicio deficiente– ha contribuido a degradar su imagen. La Administración gallega, que les inyecta cada año muchos millones de euros, debe hacer un mayor esfuerzo por fiscalizar, auditar y controlar esa gestión. El Gobierno central tampoco puede seguir mirando hacia otro lado, como si esta situación no fuese de su incumbencia. Su papel no puede ser el de un mero observador, sino el de un actor clave en la mejora de las prestaciones.

La formación y la contratación de profesionales constituyen, asimismo, una prioridad. Estudios advierten que el déficit de personal para una atención correcta alcanzará en breve los 10.000 trabajadores. Más allá de la cifra, resulta palmario que el ámbito socio-sanitario precisa de más medios humanos y técnicos.

La farragosa burocracia, el interminable papeleo, un mal congénito de nuestras administraciones, son letales, en este caso de forma literal, en el caso de la dependencia. No son pocos nuestros mayores que se mueren antes de recibir la aprobación de su prestación. Y aquellos que tienen más suerte deberán esperar más de un año antes de tener en sus manos la notificación de la consellería. Un año es una eternidad para una persona que supera los 80. Porque cada día de ese año ha tenido que lidiar –el solicitante y sus allegados– con innumerables dificultades y sacrificios. En estos momentos, más de 4.000 gallegos con derecho a la dependencia siguen esperando la ansiada carta.

No son pocos nuestros mayores que se mueren antes de recibir la aprobación de su prestación

Por fortuna, la sociedad gallega cuenta con una ejemplar red familiar –fundamental durante la pandemia– que está permitiendo en no pocos casos sostener y cuidar a sus mayores. Pero esa atención, ese cariño del familiar, tiene un coste brutal. Cada vez son más las personas, generalmente mujeres (hijas, hermanas, nietas...), que presentan cuadros de agotamiento mental o patologías físicas consecuencia de atender a sus mayores. Por no hablar de la obligación de renunciar a su vida laboral o a cualquier tipo de promoción en su puesto de trabajo. El castigo es, en su caso, doble.

El destrozo económico-laboral del coronavirus introdujo, además, un factor agravante: padres de 50 años atrapados en una endiablada situación, porque han tenido que ayudar a sus mayores enfermos o vulnerables y también a sus hijos, que han perdido el empleo. Y el futuro, desgraciadamente, no alimenta el optimismo. Las pensiones mermarán de forma constante, con lo que los futuros mayores –hoy trabajadores de más de 50 años– dispondrán de menos recursos para garantizar su bienestar.

Esa red social –tejida con cariño, sacrificio y solidaridad intergeneracionales– es un bien preciado que debemos preservar, pero su eficacia menguará. Por ello es vital edificar ahora una estructura administrativa con pilares sólidos que, con una reorientación de las prioridades en el gasto público, permita garantizar una vejez digna.

Es vital edificar ahora una estructura administrativa con pilares sólidos

La tarea que tienen ante sí nuestros gobernantes es ingente y el retraso, cuando no la pérdida de tiempo, resultan alarmantes. La ley de Dependencia va a cumplir 16 años desde su entrada en vigor. Aquel texto bienintencionado y cargado de compromisos y obligaciones autoimpuestas lleva camino de convertirse en papel mojado. En un dramático fiasco.