Un niño de doce años ha vuelto a poner de manifiesto el escenario artificial y descontrolado en el que se mueve el mundo del fútbol, secuestrado en los últimos días por una interminable secuencia de polémicas y disputas económicas que han robado el protagonismo a los directores deportivos para entregárselo a los responsables financieros. El dinero por delante del juego.

El pasado 30 de julio Carlos Mouriño rompió públicamente con una agencia de representación después de que durante semanas hubiesen estado mercadeando con Bryan Bugarín, el chico de doce años que asombró a todo el país durante la última edición de la Liga Promises diputada en Villarreal, y que finalmente abandona Vigo para jugar en el Real Madrid. El presidente del Celta, además del veto a la empresa de intermediarios, anunció que su club no volverá a negociar con ningún agente por un futbolista menor de dieciséis años –edad a la que ya pueden firmar contratos laborales– y que solo se reunirán con los padres para tratar del futuro deportivo de sus hijos. Una decisión tan encomiable como valiente, porque previsiblemente el Celta se quedará solo en esta cruzada contra la mercantilización descontrolada que vive en estos momentos el fútbol base y que pervierte la esencia y razón de ser del deporte.

La falta de una regulación debido a la inacción de los órganos federativos sumado a las ilusiones exageradas de niños y padres han generado un puro delirio en la base de cualquier equipo. Hace unos años los jóvenes futbolistas ponían sus asuntos en manos de un representante coincidiendo con la mayoría de edad y solo en los casos en los que era inminente su llegada al fútbol profesional. Justo cuando se hacía imprescindible la asesoría de un especialista. Ahora la situación se ha pervertido por completo.

Hoy en día las agencias de representación “cazan” chavales desde la edad alevín con la esperanza de que su representado entre en ese mínimo porcentaje que llegará a vivir del deporte en algún momento. Con once o doce años sus familias ponen sus asuntos en manos de un asesor tentados por el sueño de disfrutar de uno de esos sueldos inalcanzables para cualquier ciudadano que se reparten alrededor de un balón. Un deseo comprensible si tenemos en cuenta que el salario mínimo para un futbolista de Primera División en España alcanza los 155.000 euros y resulta sencillo encontrar en cualquier club de la categoría medianías cobrando cifras que incluso rozan el millón de euros anuales.

Jugadores que en ningún caso ofrecen a sus pagadores un retorno similar, pero que se aprovechan de un mercado sobrevalorado para asegurar su futuro y el de varias generaciones. No hay profesión que se remunere igual en España. Ingenieros o cirujanos a la vanguardia mundial no ganan ni remotamente lo que un futbolista mediocre inserto en la élite. De ahí la fiebre de agentes, con la complicidad de los padres, de transformar el fútbol base en un zoco del que se alimentan los clubes.

En medio de esa vorágine nadie cae en la cuenta de que solo el 0,05% de los futbolistas con licencia tendrán un contrato profesional en el futuro, es decir uno de cada 1.800 niños que un día se unieron a un club para comenzar a jugar. Un dato esclarecedor y en el que poca gente repara cuando se suman a ese tren que en la mayoría de los casos solo conduce a la frustración.

Los clubes profesionales son el otro gran responsable de esta situación. Salvo ahora el Celta, ningún otro ha manifestado públicamente su preocupación por el asunto y, lejos de eso, se han dedicado a alimentar esta maquinaria que al final termina por volverse en su contra porque su principal partida de gastos, los futbolistas, comienzan a encarecerse de forma artificial desde que son adolescentes. Este fenómeno sucede en empresas que gestionan cada temporada cientos de millones de euros y a las que la pandemia del COVID ha resquebrajado por completo sus costuras hasta llevarlas al límite como se está comprobando estos días en los que clubes de primer nivel buscan la fórmula para inscribir a sus nuevos futbolistas o ven amenazada su viabilidad porque son incapaces de cumplir con las reglas financieras que la Liga de Fútbol Profesional ha impuesto con el fin de garantizar el futuro de su producto.

La marcha de Messi tendría que ser el final de una deriva alocada que solo ha provocado destino, caos, deudas e incluso ruina

Buena parte de los clubes de Primera y Segunda División, incapaces de lidiar con la caída de ingresos que ha provocado la ausencia de espectadores en los estadios, se enfrentan a un inquietante panorama siempre por la misma razón: porque el gasto en su plantilla alcanza un porcentaje inasumible en comparación con los ingresos que generan. Un problema que solo puede solucionarse aplicando una severa cirugía en sus finanzas y no dando más patadas hacia adelante, sistema que condujo a la ruina y casi a la desaparición a clubes como el Deportivo que han pasado en unos años de verse celebrando títulos a ser rescatados providencialmente para evitar su liquidación.

Cabría esperar que la situación vivida por la pandemia, las dificultades a las que se enfrentan en estos días buena parte de los clubes de élite, incluso aquellos que por su peso histórico siempre se creyeron a salvo de cualquier mal, sirviese para una reflexión imprescindible a todos los niveles y que el fútbol frenase esa inflación de precios que tarde o temprano volverá a comprometer el futuro de muchos clubes que, por primera vez desde hace muchos años, arrancan este fin de semana una temporada sin grandes desembolsos en fichajes.

La marcha de Messi, entre lágrimas, aunque apenas un día después sonriese en París, debería marcar un punto de inflexión en la trayectoria del fútbol. Más allá del seísmo provocado en Barcelona, su adiós tendría que ser el final de una deriva absolutamente alocada que solo ha provocado desatino, caos, deudas e incluso ruina. En toda esta carrera hacia el abismo, por fortuna la cúpula del Celta ha sabido mantener la cabeza fría y las cuentas sanas.

Estos días la Liga ha firmado un histórico acuerdo con un fondo de inversión para recibir 2.700 millones de euros a cambio de venderle una parte del negocio que la competición sea capaz de generar en las próximas décadas. Una fórmula para auxiliar a quienes ahora mismo estaban en una situación más delicada. El organismo que preside Javier Tebas y varios clubes, entre los que estaba el Celta, decidieron que de ese dinero solo el 15% fuese a parar a sueldos y traspasos con el fin de que la mayor parte se destinase a instalaciones y a mejorar la estructura de los clubes que viene a ser potenciar la calidad del producto.

Muchos clubes protestaron pidieron que la cantidad de dinero para mejorar sus plantillas fuese sensiblemente mayor. Una señal de que muchos de los que hoy lloran delante de un balance económico desastroso no han aprendido nada de esta crisis. Un destrozo de proporciones descomunales que suelen empezar por cosas tan “inocentes” como quitarle un alevín al vecino.