La Educación Social por desgracia no está en los colegios, luego es una contradicción curricular, los profesionales educadores salen titulados tras cuatro años de estudios universitarios y es curioso que con su denominación sean unos perfectos desconocidos en la sociedad. Estos graduados serían la sombra o tutores de aquellos que están investigados por el homicidio del joven coruñés Samuel Luiz, luego reciben a los educandos ya malversados, siendo su función resocializarles cuando realmente no se salen de la sociedad, una prisión o correccional son más sociedad que la propia calle, por muy limitativas que se conciban.

De todas las interrogantes suscitadas tras el homicidio del auxiliar de Enfermería, Samuel, hay que centrarse en el porqué, el resto de cuestiones las resuelve la criminología con la objetivación de pruebas, la alarma social pone en manos de un jurado el pronunciamiento o no de culpabilidad, pero los tribunales también son sociedad se rigen más que nadie por normas, un triángulo más.

Acreditada la entrada del primer siglo del tercer milenio del nacimiento de otro educador social que amó al prójimo como a sí mismo, pese a ser crucificado, nos empeñamos en atribuir a las influencias digitales los comportamientos violentos de nuevo cuño, cuando toda la vida hubo transgresiones, mediando las mismas debilidades humanas con las que deshacemos sociedad. No ya el medievo, noches toledanas desenfundando sables o cualquier romería del más recóndito pueblo español acababa a garrotazo limpio entre lugareños de uno y otro pueblo cuando el único medio de comunicación era el campanario, ¿eximía la campana de responsabilidad?, pues no.

Nos faltan muchas horas de diván y psicoanálisis para extraer inconscientes subconscientes que delaten ensoñaciones virtuales con las que atribuir conductas violentas a las nuevas sinrazones como la “ingesta visual de sustancias cognitivas”, profecía jurídico-exculpatoria que argumentarán las defensas, un conocimiento desviado que no tiene nada que ver con la idiotez.

Hasta ahora las eximentes drogas, blandas o duras, salen a la luz con una simple analítica, aspiración o hisopo que acredite la enajenación. Sin embargo no tenemos escáner para ver interferencias sinápticas al consumir series que nos hacen segregar dopamina desencadenante de violencias. No es sencillo presentarse ante un jurado y peritar que el enjuiciado era adicto al “Fortnite” de turno, videojuego con el que argumentar eximente de enajenación. Ya no es la sociedad real, es la virtual que se le incrusta en la amígdala, hipocampo o núcleo accumbens con los que triangula la respuesta homicida.

Al final no es la dependencia del videojuego, pues hasta “Bob esponja” sale destartalado en cada escena de “Fondo de biquini” y no por ello nuestros bebés se lían a tortas en el salón de casa en cada emisión de la serie. Familia, escuela y amigos conforman triángulos que van desde el deseado equilátero al obtusángulo, de ahí la apremiante necesidad de incorporar educadores sociales en los entornos escolares, al cambio rastreadores de esta estimación viral de una violencia sin diagnosticar, el por qué matamos sin razón aparente.