Circula por internet una reflexión que reza así: “Vivimos en un tiempo en el que el inteligente se tiene que quedar callado para que el ignorante no se ofenda”. Desconozco quién es el autor, pero estoy completamente de acuerdo con esa idea. En el revoltijo en que se ha convertido nuestra intelectualidad, son mal vistos los destellos de la inteligencia, los cuales tienden a ser rápidamente oscurecidos en beneficio de la creciente legión de ignorantes que pavonean con descaro su incompetencia.

Y es que en contra de lo que pudiera parecer, la feliz llegada de la democracia a finales de los años setenta no desembocó, como era de esperar, en un aumento paulatino de la instrucción y el conocimiento de la más amplia capa social para acrecentar la cifra de los mejor preparados. Antes bien, supuso un silenciamiento de los mejores para que la gran masa de la ciudadanía siguiese habitando gozosa en el perezoso mundo de la ignorancia. Dicho en román paladino: con la democracia nos igualaron, pero no por arriba, sino por abajo.

En ese compendio de sabiduría que es El Quijote, don Miguel de Cervantes escribió: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro”. Coincido por completo. La realidad demuestra que hay unos hombres que son más que otros, razón por la cual es puramente ilusoria la tesis de la uniformidad igualitaria de los seres humanos. Y admitido lo que antecede me sumo también a la opinión de Cervantes de que el “hacer más” es el criterio que mejor justifica la desigualdad entre los hombres: el “hacer” más o menos es algo que depende de cada uno de nosotros.

Hoy no es “socialmente correcto” admitir que hay unos que son más que otros por haber hecho más que ellos. La corriente socialmente dominante es justamente la contraria: que todos somos iguales con independencia de lo que hayamos hecho. Esta situación no ha sobrevenido “de repente”, inesperadamente, sino a través de un lento pero imparable camino consistente en postergar lo más posible la excelencia y enaltecer paralelamente la ignorancia como si fuera este el mejor estado en el que puede habitar el ciudadano.

Y no hay que recurrir a teorías más o menos conspiratorias para sostener que hay a quienes les interesa que el pueblo retoce en la ignorancia. Hay una indiscutible y estrecha relación entre la ignorancia y el poder. El político argentino Juan Bautista Alberdi escribió que “la ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende”. Idea que compartía el revolucionario mejicano Emiliano Zapata cuando afirmaba que “la ignorancia y el oscurantismo en todos los tiempos no han producido más que rebaños de esclavos para la tiranía”. Y es que, como significó Ray Bradbury, el autor de la novela Fahrenheit 451: “No hace falta quemar libros cuando el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”.

"El actual asalto de la ignorancia al saber es una consecuencia del abandono en el que está sumida la enseñanza por haberla convertido en una 'mercancía política' en lugar de considerarla un 'bien de Estado'”

Llegados a este punto, la pregunta surge por sí sola: ¿tiene sentido castigar con el silencio a los que “hacen más que otros” para que no se ofendan los que no hacen nada: no leen, no aprenden, no saben? ¿No es una falta de responsabilidad frente a la sociedad tratar de que la ciudadanía siga siendo un rebaño de ignorantes para que los que tienen el poder lo ejerzan sin el contrapeso democrático de una oposición crítica?

Creo que no me equivoco mucho si digo que el actual asalto de la ignorancia al saber es una consecuencia del abandono en el que está sumida la enseñanza por haberla convertido en una “mercancía política” en lugar de considerarla un “bien de Estado” que está fuera del “comercio” de los partidos políticos. Sorprende que en el Preámbulo de la Constitución haya solamente una mínima referencia al “progreso de la cultura” como medio para asegurar a todos una digna calidad de vida. En el Título Preliminar de la Constitución no hay, por extraño que pueda parecer, ninguna referencia al conocimiento y al desarrollo intelectual del individuo como basamentos esenciales de la libertad: se omite que sin educación no hay libertad.

Es cierto que el artículo 27 de la Constitución reconoce que todos tenemos derecho a la educación, que hay libertad de enseñanza y que la educación “tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. Pero este derecho es una más de los muchos que se consagran y no uno de los primarios y esenciales.

Y yo me pregunto, ¿cómo es posible que algo tan sagrado como es instruirse para conseguir el pleno desarrollo de la personalidad de cada ciudadano no figure en el pórtico de entrada al conjunto de derechos y libertades que es el Título Preliminar de la Constitución? ¿Es que ya planificaron los Constituyentes que la educación, que es el pilar de la verdadera libertad, iba a ser objeto de lucha partidaria entre las formaciones políticas?

La educación y el acceso a la cultura (artículo 44 de la Constitución) son bienes de Estado, innegociables, que deberían estar fuera de la política partidista. Razón por la cual desde la perspectiva de los destinatarios del derecho a la educación, que somos los ciudadanos, resulta inadmisible e incompresible, democráticamente hablando, que cada partido en el Gobierno haya convertido la libertad general de enseñar y de acceder a la cultura en un adoctrinamiento ideológico de sus creencias partidistas.

Se dice que la libertad de expresión es la base de todos los derechos humanos, yo creo que antes que la libertad para expresar nuestros pensamientos está idear y conformar correctamente los pensamientos que queremos expresar con libertad. Y para formar rectamente el pensamiento es esencial una buena instrucción. Y de este derecho esencial de acceder a una formación sólida e independiente apenas se ocuparon los Constituyentes.