Faro de Vigo

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Son de lejos una prenda tan imprescindible como el pantalón o la falda, con independencia del sexo, que además ahora cada uno ya puede ser lo que quiera. Sin la retrógrada exigencia de tener que reparar, siempre con un respetuoso disimulo como exige el recato, en ese eventual apéndice o pedúnculo. Ahora ya todo está en nuestra mano. Hasta ser hombre o mujer. ¡Quién dijo ciencia! Hemos llegado a la convicción de que para cambiar el mundo nada mejor que una apropiada redacción en el BOE. Por ello, disponer del diario oficial se ha convertido para nuestros políticos en una obsesión. Es hacerse con el Santo Grial capaz de convertir en norma positiva los desvaríos, badomías y hasta los más insólitos dislates. No habrá por tanto más recia ley que la conciencia y esta la dictará siempre el partido. El que sea, pero en todo caso, el nuestro.

Volviendo a mi inicial propósito, mantengo desde hace tiempo, ya más del que quisiera, que la asunción de la máscara o mascarilla, que tenue es la divergencia, como atuendo o vestimenta, nunca nos fue ajena. Otros aditamentos no gozaron sin embargo de la misma suerte pese a disfrutar también de una singular presencia, desde los remotos tiempos en que el hombre se dedicaba a la caza y la mujer, la suya, la de cada uno, cuidaba del linaje al abrigo de la cueva. Así, ¡quién no oyó hablar de aquellos titánicos esfuerzos femeninos, entiendo mayoritarios, para ajustarse las ballenas del corsé! ¡O la angustiosa y fría sudoración que originaba un inesperado corrimiento del bisoñé desde la frente hasta el oído en aquel concurrido baile del casino! Sin hacer de lado los inhumanos sacrificios, rayando en lo azteco, a los que la inclinación o la moda sometieron y continúan sometiendo a tantas generaciones. En ocasiones, he de asentir, en ritos de tan difícil entendimiento para el común de los mortales.

Nunca ha sufrido la máscara tan incomprendido ostracismo. Ignoramos si al Homo antecesor de Atapuerca le daba también por ocultar su gesto, nada nos ha dicho al respecto el profesor Arsuaga, que por allí anda intentando descubrir de dónde venimos, aunque no sepamos con certeza a donde vamos. Conocemos en todo caso que griegos y romanos hicieron de la máscara el altar sobre el que asentar su teatro, que es tanto como descubrir nuestra historia. Así, tal fuese la obra, tal el rostro que ofrecía al espectador aquella enigmática presencia. Y las había para todos los gustos y géneros: cómicas, satíricas o trágicas. Aunque sin duda era esta última la que con más intensidad atrapaba la atención del espectador. La razón provenía, como casi siempre, de que entre los ensortijados caminos de su trama discurrían las más recónditas e irrefrenables pasiones. Las mismas que con disimulos y altibajos continúan hoy moviendo el mundo, para escarnio de puritanos y acicate de aventureros.

Cómo pueden atribuirse nuestros gestores hazañas si nos aflige un empobrecimiento de largos años

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Mantengo que la máscara ha sido un artilugio de perenne y universal compañía. Desde nuestra tierna infancia, particularidades al margen, es nuestra embajadora por el mundo, la que nos ofrece con suerte desigual al más deseado postor, aunque también la que nos abre el camino por entre los más insospechados requiebros. En todo caso, la que esconde miserias o penalidades y ennoblece las pocas o muchas virtudes de según quien sea al caso. Sin ella, nada sería igual.

Cómo, si no, nuestro querido Simón, no el del vino de cartón, ese es don; el otro, el que con tanta audacia y resolución vela por nuestra salud, podría pedirnos que nos deshiciésemos de la otra mascarilla por innecesaria, cuando amigos, familiares y demás hermanos nuestros caían ante el COVID en derrotas evitables. Cómo, si no, podrían anunciar nuestros gobernantes y allegados que saldríamos de esta más fuertes que nunca, cuando más de cien mil personas habían dejado de acompañarnos. Cómo, si no, puede anunciarse sin rubor que caminamos con paso firme hacia la excelencia, cuando a nuestro alrededor puebla la desolación de cientos de miles de familias que luchan cada día en el umbral de la mera subsistencia. Cómo, si no, pueden atribuirse nuestros gestores heroicas hazañas cuando nos aflige un empobrecimiento que costará largos años superar. Sin ella, nada sería igual.

Decía el Óscar Wilde de las mil citas: dale al hombre una máscara y te dirá la verdad. ¡Hay que ver cuántos se empeñan en llevarle la contraria!

En cualquier caso, en materia de máscaras y mascarillas nadie estará jamás a la altura de venecianos y gallegos. Con una leve diferencia. Y es que, si aquellos hicieron de la libertad y el carnal albedrío la irreverente aspiración de ser lo que no eran, nuestros cigarróns, peliqueiros, pantallas, osos o boteiros no pretenden otra cosa que una leve incursión en la fantasía de un mundo que nos envuelve y por momentos nos agobia. Siempre conscientes de que, al menos por ahora, no existe mejor escenario que el del teatro compartido cada día con familia, amigos y demás heroicos supervivientes.

Que siempre tengamos a mano una simple mascarilla. Al menos, la quirúrgica.

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