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Julio Picatoste

¿Unamuno asesinado? (y II)

Antes de representarnos la posibilidad del asesinato de Unamuno, debemos, de entrada, reparar en el hecho de que el rector salmantino era figura de un sólido prestigio internacional, y estando, como estaba, muy reciente el de Lorca, hubiera sido un escándalo al que ni los militares sublevados ni los falangistas podían exponerse. Es difícil admitir tan torpe reincidencia. Si tenían deseos de acabar con Unamuno, no es irrazonable pensar que el temor a la reacción fuera de España debía retraerles de tan lúgubre idea. Precisamente, cuando los medios republicanos se apresuraron a difundir la idea del envenenamiento de Unamuno es probable que quisieran jugar la baza del desprestigio de los sublevados.

La conjetura del asesinato tiene su punto de arranque en el incidente entre Unamuno y Millán Astray ocurrido el 12 de octubre en el Paraninfo de la Universidad. Allí, el rector, que había mostrado una conformidad inicial con el levantamiento militar, percatado de su error –y del horror–, se revolvió contra aquella guerra incivil que le abrasaba en las entrañas y contra la fuerza bruta y fratricida de aquella demencia colectiva que él denunciaba. Según la tesis que el documental y el libro insinúan como posible, el asesinato sería el castigo al intelectual insurrecto. Pero ¿tenía ya sentido matar a Unamuno y arrostrar un segundo escándalo internacional cuando aquel permanecía prácticamente arrestado y casi silenciado en su domicilio?

Otro de los episodios que con cierta significación premonitoria se relatan es el de la carta que Francisco Bravo, importante cargo falangista, escribe al hijo mayor de Unamuno, Fernando, justo al día siguiente del cisco en el paraninfo, en la que alude al citado incidente con Millán Astray. Le pide que convenza a su padre para que evite cualquier otra actuación pública que genere algún tipo de alarma en evitación de que pudiera sucederle algún incidente desagradable. Adviértase que el objeto de la carta es prevenir contra eventuales actuaciones futuras de don Miguel, y no avisar de represalias esperadas como consecuencia de lo ocurrido en el Paraninfo.

Se trata, por otra parte, de una advertencia lógica y razonable dado el ambiente que entonces se vivía en Salamanca, pero en modo alguno puede entenderse que esté insinuando reacciones de la gravedad de un asesinato, ni aquella misiva puede asociarse a la muerte ocurrida dos meses después. Es un documento que revela un temor generalizado en aquella Salamanca tomada por los sublevados, pero como dato indiciario es inservible.

Es cierto que la histriónica vehemencia de Millán Astray le lleva a decir en un discurso pronunciado en Salamanca el 18 de octubre, seis días después del choque con Unamuno, que los intelectuales díscolos “serán fulminados”. ¡Hay que ver cómo se las gastaba el caballero legionario! Pero no veo que podamos tomar estos exabruptos del fundador de la Legión como indicio de que la muerte de Unamuno ocurrida en la quietud y calma de su hogar más de dos meses después estaba programada. ¿Acaso era aquel el grito de un crimen anunciado? ¿Iba Millán Astray a exhibirse como instigador de un crimen planificado? Pese a la atmósfera de barbarie vivida en aquellos días, parece altamente improbable tamaña torpeza del militar. Mientras no haya otras pruebas, no podemos atribuir a aquellas bárbaras palabras otro sentido que el de altisonantes bravuconadas sin valor indiciario para construir la tesis de un asesinato.

También es cierto que Unamuno no descartaba la posibilidad de ser abatido por las armas de los militares alzados: “Si me han de asesinar, como a los otros, será aquí, en mi casa”. “A mí no me han asesinado todavía estas bestias al servicio del monstruo”. “Estoy vigilado, no se me deja salir, pero todavía no me han fusilado”. Lo cierto es que estas expresiones no deben extrañar; es muy probable que en aquella atmósfera de horror y sangre muchos salmantinos hubiesen sentido igual temor.

Cuando los medios republicanos se apresuraron a difundir la idea del envenenamiento de Unamuno es probable que quisieran jugar la baza del desprestigio de los sublevados

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Pero dejando al margen todas estas consideraciones, hay, como ya dije, una laguna, una incógnita superlativa. Curiosamente, García Jambrina y Menchón admiten que en su contrarrelato hay una “elipsis narrativa, un ostensible vacío, una patente omisión”. Pues bien, esa vacuidad hace que toda divagación acerca de una eventual muerte provocada por mano del hombre no solo resulte estéril sino también una alternativa ilusoria, porque, en definitiva, y en relación con la acción homicida, ¿cuál sería su momento y cuál su escenario?

Es evidente que no hubo muerte por arma blanca o de fuego; tampoco acción mecánica alguna en el cuerpo de Unamuno. No queda otra vía que el envenenamiento, que es al cabo lo que se sugiere.

Pero por más que se agiten dudas y sospechas, no hay forma de situar en un tiempo y un espacio la que se pretende como acción homicida. Impensable, inimaginable mientras Bartolomé Aragón está a solas conversando con Unamuno. Y si no fuese en ese momento, ¿en cuál otro se hizo que aquel ingiriese sustancia alguna? Si no hay forma de encontrar en el relato siquiera un atisbo del cómo y el cuándo del acto homicida, todos los que se enumeran como indicios se desmoronan sin remedio. Con todo mi respeto por los autores y su derecho a pensar y elucubrar libremente, la idea de una muerte provocada por envenenamiento me parece una fabulación carente de apoyo.

En suma, Unamuno fallece por causas naturales –un accidente cerebrovascular hemorrágico– de aparición súbita; “hemorragia bulbar; causa fundamental arterioesclerosis e hipertensión arterial”, dice literalmente el acta de defunción, tal como certificó su médico de cabecera que, obviamente, conocía sus achaques. No, los falangistas no envenenaron a Unamuno. Lo que sí hicieron fue emponzoñar su entierro y despedida al hacerse cargo de la conducción del cadáver. Como en vida les repudió con indisimulado desdén y no quiso ser de los suyos, aprovecharon su muerte para de modo detestable hacerse con el protagonismo de la conducción del cadáver al que rodearon del grotesco ritual falangista de brazos en alto, camaradas, y presentes. Menos mal que nos quedó su palabra para saber que aquello fue una desvergonzada e inmerecida pantomima que él nunca hubiese aprobado.

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