Ahora muchos lo han olvidado, pero hubo un tiempo en que todos lo temían. Drew Pearson fue un periodista que escribió una columna diaria (incluyendo fines de semana y festivos), que se publicaba en más de seiscientos periódicos del país, desde 1932 hasta 1969. Vivió la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la lucha por los derechos civiles y Vietnam. Hoover hizo todo lo posible para que lo despidieran. Roosevelt dijo que era un “mentiroso patológico”. Truman envió al FBI para que lo investigaran. Eisenhower optó por la estrategia de ignorarlo dejando que se ocupara de él su secretario de prensa. Kennedy se lamentó al comprobar que el poder de la presidencia no tenía ninguna influencia sobre un simple columnista. Lyndon Johnson pretendió convertirlo en su aliado. Y Nixon lo incorporó a su larga lista de enemigos. Pearson incluso consiguió desesperar a Winston Churchill, cuya visión sobre el personaje se asemejaba a la de su homólogo estadounidense.

Así lo retrata el historiador Donald A. Ritchie en un libro que repasa la carrera del reportero. Pearson era un ‘muckraker’, término acuñado a principios del siglo XX por Theodore Roosevelt al referirse a los periodistas que indagaban en los entresijos del poder.

En su columna, titulada “Washington Merry-Go-Round” (el nombre procedía de un exitoso libro que publicó de forma anónima junto a Robert S. Allen, con quien compartió la columna hasta 1942), los lectores se encontraban a menudo con escándalos, casos de corrupción, secretos, información confidencial o rumores extraídos de diversas fuentes, gran parte de ellas gubernamentales. Presumía de haber enviado a unos cuantos congresistas a la cárcel y de haber provocado la derrota electoral de muchos otros. Tenía un estilo telegráfico. Algunas de sus columnas, todas ellas disponibles en la colección digital de la biblioteca de American University (un auténtico festín para la investigación académica, pues permite que nos aproximemos con una lupa a diversos acontecimientos contemporáneos), parecen extractos del diario de un espía. Hallamos párrafos, a veces inconexos, saturados de citas, de paráfrasis y de nombres que parecen ser expulsados a la página con una urgencia extrema, como si el autor, más que publicarla, quisiera deshacerse de la información antes de que esta le explotara entre las manos. Su archivo del FBI contiene más de mil páginas. En una ocasión dijo que había tantas personas escuchando sus conversaciones telefónicas que podría emitir anuncios en ellas. Para ejercer el periodismo, insistía, no se puede perder el sentido del olfato.

A Pearson le interesaban más las noticias que las opiniones, aunque participó activamente en muchas causas y campañas, también a través de sus artículos. Apoyó el New Deal, se opuso al fascismo, promovió los derechos civiles y se enfrentó al senador Joseph McCarthy en la época de la caza de brujas. Cometió errores (algo comprensible, teniendo en cuenta que publicó noticias y exclusivas diariamente durante más de tres décadas) pero, como demuestra Ritchie, casi siempre estuvo (y siempre quiso estar) cerca de los hechos. Aunque muchos de sus compañeros reconocieron sus logros, las instituciones periodísticas le negaron el prestigio (fue vetado en un Premio Pulitzer y el ‘Post’ lo desplazó de las páginas editoriales a la sección de las viñetas). Ahora pocos se acuerdan de él. Falleció antes de que el caso Watergate convirtiera a los reporteros en celebridades, antes de que emergiera la imagen romántica del cronista que escucha en un garaje los susurros de las gargantas profundas. Ahora el Drew Pearson que conoce la mayoría de la gente es un exjugador de los Dallas Cowboys, un equipo de fútbol americano. Curiosamente sus padres decidieron llamarlo así por su columnista de cabecera.