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Ánxel Vence.

crónicas galantes

Ánxel Vence

Enfermos de política

Un chaval fue linchado el otro día en A Coruña por jóvenes de parecida edad que actuaban en cuadrilla. Podría tratarse de un grupo de personas reunidas para ciertos fines –como una cuadrilla de malhechores– o de un conjunto de perros que se dedican a la caza. La Academia los define así en la primera y la tercera acepción de su diccionario de la lengua.

Fue en apariencia un homicidio o asesinato sin sentido –ninguno lo tiene– que invita a debatir sobre la psicología de las masas y el espíritu de la manada animal aplicado al ser humano. Pocos lo entendieron así, por desgracia.

La política partidaria, que empieza a ser una enfermedad en este país, abrió más bien un debate sobre los culpables ideológicos del crimen.

Según el cristal con el que se mirase, los autores de esta atrocidad habrían sido gente homófoba, o extranjera, o incluso extranjeros con homofobia. No faltó siquiera quien hiciese notar que el suceso había ocurrido en una ciudad de provincias, donde al parecer la gente sería más prejuiciosa que en metrópolis de mentalidad más abierta.

Por supuesto, no había de entrada dato alguno que abonase en firme cualquiera de estas conclusiones. Simplemente, cada cual adoptó la teoría que mejor encajaba con sus opiniones políticas. Nada más natural en un país donde todo se interpreta en clave ideológica desde que la crisis financiera alumbró partidos que tienden a ver la vida en blanco y negro, sin matiz alguno de grises.

Cada cual adoptó la teoría que mejor encajaba con sus opiniones políticas. Nada más natural en este país

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De ahí que una parte de la izquierda atribuyese desde un principio el delito al desprecio por los homosexuales que, en efecto, es una tendencia preocupante en España; aunque no tanto si se compara con lo que sucede en otros países.

Por la misma pero inversa razón, la facción más extremada de la derecha no dudó en culpar a bandas latinas y, en general, a los inmigrantes; aunque la escasa información oficial facilitada identificase a los supuestos homicidas como gente con DNI español. Tampoco parecía importarles mucho el detalle de que el único que salió en defensa del agredido fuese un negro sin papeles, pero con valor.

Lo normal en situaciones menos anormales que las que vive España sería esperar a que la investigación estableciese las circunstancias del suceso. Cuando uno se adelanta a interpretar los hechos corre el riesgo de que la realidad le estropee sus teorías, aunque es probable que eso no importe gran cosa a quienes tiran de prejuicio –mucho más rápido que el juicio– para encontrar una verdad a su medida.

Podría preocupar, si acaso, que se busquen motivos –y, además, ideológicos– para un asesinato, como si la mera sinrazón del acto de matar pudiera explicarse con razones. Más aún en el caso de una agresión pandillera, en la que la responsabilidad individual se diluye dentro de la confortable identidad colectiva de la pandilla.

El agreste debate abierto por este caso en el sumidero de las redes sociales sugiere que la política empieza a convertirse en una enfermedad partidaria por aquí. Quizá no sea mucha, pero sí muy ruidosa, la gente infectada de ideología y prejuicios.

El único al que ya no se puede dar voz en este guirigay de pescadores en río revuelto es el desventurado chaval que tuvo la mala fortuna de cruzarse con una manada nocturna. Acabarán cargándole la culpa a él, por el grave delito buscar algo de diversión a horas inconvenientes.

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