No es fácil escribir sobre la muerte del joven Samuel Luiz, que tuvo lugar durante la madrugada del viernes 2 del presente mes en las cercanías de la playa de Riazor de A Coruña. Y ello porque, de un lado, conviene que pase el tiempo para que no sea la ira la que guíe la pluma y, de otro, porque conviene no omitir ninguno de los enfoques relevantes desde los que puede analizarse tan reprochable suceso. A pesar de ello, subí el pasado miércoles a mi sitio de Facebook las primeras impresiones que me produjo el suceso, que completo ahora con las que expongo en las líneas que siguen.

En lo que se refiere al suceso en sí, cuando se lee la descripción de los hechos, el ataque “brutal” de la turba, como lo calificó José Manuel Ponte, es imposible no sentir la más profunda repugnancia contra la jauría de inhumanos que patearon en el suelo hasta la muerte al joven Samuel.

Casi todos ustedes recordarán la película La jauría humana dirigida en 1966 por Artur Penn e interpretada, entre otros, por Marlon Brando. La acción tiene lugar en un pueblo del sur de los Estados Unidos, cuando regresa un prófugo de la justicia condenado injustamente y se desata el caos. Marlon Brando, que interpreta el papel del sheriff, tiene que proteger al prófugo de la violencia tumultuaria de una jauría integrada por los habitantes más siniestros y miserables del pueblo. Pues bien, el luctuoso suceso de A Coruña coincide con la película en el protagonismo que asumió una jauría descontrolada y vengativa que no merece el calificativo de “humana”. Fue un ataque perpetrado con enojo ciego por un conjunto de seres viles, cobardes, abusones y abyectos en grado sumo, que se ensañaron con el indefenso Samuel hasta quitarle la vida.

En cuanto a los motivos de la agresión mortal, no hay nada, absolutamente nada, que pudiera justificar la violenta, furiosa e iracunda actuación de la vil, rastrera y mezquina jauría que atacó a Samuel. Por eso, no me voy a hacer eco de motivo alguno por el que lo atacaron, porque –repito– no lo hay. Matar a alguien es simplemente quitarle la vida y es un hecho que en sí mismo está absolutamente injustificado en cualquier sociedad civilizada. Por otra parte, hay que ser muy despreciable para actuar en manada, con clara superioridad, contra una sola persona a la que se priva de ese modo de la más mínima posibilidad de defensa. Estoy seguro de que sujetos de esa calaña y con esa bajeza moral no han tenido ni un ápice de arrepentimiento por tan despreciable acción. No quiero juzgar intenciones, pero hasta apostaría a que disfrutaron al rememorar entre ellos su “enorme hazaña” de matar a patadas entre varios a un muchacho indefenso.

"No quiero juzgar intenciones, pero hasta apostaría a que disfrutaron al rememorar entre ellos su 'enorme hazaña' de matar a patadas entre varios a un muchacho indefenso"

Con respecto al agredido, he podido saber que Samuel era un chico noble y solidario que dedicaba parte de su vida a los demás trabajando como auxiliar de enfermería en la institución Padre Rubinos que tanto bien hace por la ciudadanía necesitada. En “La Voz de Galicia” del pasado día 8 hay un artículo de Alberto Mahía en el que los usuarios de la residencia gobernada por esa institución mostraban su dolor por tan triste noticia, al tiempo que destacaban la humanitaria labor que desarrollaba a diario Samuel: “Todos los días me elegía la ropa, los pendientes y el collar que hacía juego”, declara una residente. Y otras, como Carmen y Laura, definieron a Samuel como “su ángel de la guardia”. En el artículo se destaca que la muerte de Samuel produjo una “hemorragia de dolor” y que en el momento en el que le contaron a los residentes la trágica y triste noticia muchos residentes se levantaron sin cenar y se fueron a llorar a sus habitaciones.

Un último aspecto de la noticia fue también objeto de numerosos comentarios. A no pocos les extrañó la aparente omisión por parte de los que presenciaron el “apaleamiento” de su deber de impedir el delito. Seguramente, muchos de ustedes sabrán que esa conducta de los espectadores que no intervinieron podría dar lugar a una conducta delictiva. Y es que los sujetos que contemplaron la acción tenían la obligación genérica de intervenir para impedir que la jauría inhumana causara la muerte a Samuel. La norma penal exige como condición necesaria que los sujetos implicados en la omisión de ayuda puedan actuar sin riesgo propio ni de tercero, lo que hace inexigible la conducta cuando exista ese peligro.

Pues bien, pienso que no habrán sido pocos los que pensaron que de haber intervenido se verían expuestos a un riesgo y optaron por no hacerlo. Teóricamente, todos somos muy valientes, pero puestos en la ocasión hay unos que de verdad lo son y otros que no. Al parecer, nadie intervino en defensa de Samuel y por eso nunca se sabrá qué habría pasado si otros hubieran salido en su ayuda. Yo no me atrevo a juzgar la pasividad de los presentes. No tengo datos ni para conocer con precisión las circunstancias ni para adentrarme en la mente de cada uno de ellos y saber cómo valoró el riesgo que sufriría en caso de intervenir.

Por todo lo que antecede, en ningún caso como en este, deseo que caiga todo el peso de la Justicia sobre todos y cada uno de los cobardes que mataron a Samuel. Y que conste que no pido una sentencia ejemplar entendida en el sentido de “ejemplarizante” por ser más dura de lo que correspondería. Yo llamo ejemplar a la sentencia que siguiendo escrupulosamente el correspondiente proceso penal, y a la vista de los hechos que se declaren probados, imponga a los autores la pena que corresponda: ni mayor ni menor. Y es que los juristas sabemos que el derecho no es un medio para que el Estado pueda vengarse.