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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Cuidado con los elogios

Lo peor que le puede suceder a un gobernante es que lo alabe Zapatero, como acaba de ocurrirle a Pedro Sánchez. El expresidente que en su día dilató todas las posibilidades del peronismo y del caos ejerce ahora sus magias de mediador al otro lado del Atlántico, donde, por fortuna y por desgracia, la situación ya casi no admite empeoramiento alguno. Pero no es lo mismo cuando da consejos aquí.

A diferencia de Felipe González y otros prebostes ya retirados o en activo del PSOE, Zapatero le ha echado un cable a Sánchez en la espinosa cuestión de Cataluña, al apoyar su propósito de indulto a los condenados por los sucesos de 2017. Se trata de un asunto de alta tensión en el que, al margen de lo que piense cada uno, es fácil salir políticamente electrocutado. El riesgo crece si entre los consejeros del momento figura algún expresidente que mejor será no mentar.

Cierto es que los jefes de Gobierno en España están limitados por la Unión Europea y los poderosos reinos autónomos a la hora de meter la pata. Lo sabe el propio Zapatero, que no dudó en hacer una enmienda a la totalidad de su propia política de gasto a caño libre cuando la estricta gobernanta Ángela Merkel lo llamó a capítulo.

También Sánchez es consciente de lo que puede y –sobre todo– lo que no puede hacer. Así lo demuestra el dato de que, al cabo de tres años, no haya cambiado una sola de las disposiciones de más sustancia tomadas por su antecesor, Mariano Rajoy.

Al cabo de tres años, Sánchez no ha cambiado una sola de las disposiciones de más sustancia tomadas por su antecesor, Mariano Rajoy

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Ni ha derogado la reforma laboral, ni la Ley de Seguridad Ciudadana que había adjetivado de “ley mordaza”, por citar solo dos de las más llamativas. Bien al contrario, su gobierno utilizó a fondo esa mordaza para mantener a raya a los ciudadanos durante el confinamiento, hasta el punto de proponer más de un millón de multas bajo su amparo. En solo unos meses impuso más sanciones que las acumuladas en los tres primeros años desde su entrada en vigor. Otra cosa es que se paguen, claro.

Tampoco ha conseguido imponer su mando a los reinos autónomos, que no paran de enmendarle una y otra vez la gestión de la epidemia en curso. Bien sea por la parte europea de arriba, bien por la autonómica de abajo, es duro el ejercicio de la presidencia en España.

Conocer los límites a no traspasar es aquí, tal vez más que en otros países, una exigencia del poder para quienes se vean en el trance de ejercerlo. Están los de la Constitución, por supuesto; pero esa es en el fondo una cuestión de orden doméstico que siempre se puede abordar por la vía de las reformas.

Más complicado parece ya –por lo que se ha visto– llevarle la contraria a los mandamases de Bruselas e incluso a los Lander españoles en lo que toca a sus competencias casi federales.

Sánchez ha ido navegando con mejor o peor fortuna entre esos escollos por el método de decir una cosa y su contraria cada vez que se le presentaba un dilema. Ahora ha decidido echar el resto en el caso de Cataluña, que es asunto de política interior y, por tanto, poco o nada sometido a los vetos de Bruselas.

Hay que admitir que se trata de una apuesta de mucho riesgo; y, precisamente por eso, nada alentador augura que venga a apoyarla gente de tan polémica recordación como Zapatero. Hay elogios de por sí envenenados que comprometen la carrera política de cualquiera.

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