El Vigo que viví estaba plagado de personajes singulares que queríamos y se hacían querer. Un grupo importante era aquel que definíamos “a la buena fe”. Una serie de personas que, con leves discapacidades, pululaban por la ciudad e interaccionaban con todos nosotros de forma amable y cariñosa. Seguramente me olvide de muchos, pero voy a hablar de los que más se prodigaban por el centro de la ciudad y alguno concretamente por mi barrio.

De Fasio con sus arandelas o de Pepiño Tula, un visionario que hablaba del puente de Rande cuando ni siquiera era un proyecto, sólo tengo un leve recuerdo. Pero de Rafaelito, Cesar de Gatichaves o Luisito Román, los tengo presentes como si fuera a encontrarme con ellos en cualquier momento.

Rafaelito tenía dos obsesiones: las locomotoras y la pirotecnia. Era un personaje bajito y enjuto. Tenía una voz aguda y nasal que emitía de forma lineal y sin inflexiones, lo que le daba a su discurso un soniquete como si estuviera hablando por un embudo de los que se utilizaban para amplificar la voz de los cantantes antes de que llegaran los micrófonos.

Una vez que te encontrabas con Rafaelito, solía andar por la zona de la Ronda o María Berdiales y por el entorno de la sala de juegos Airiños, te hacía un repaso de uno de los temas que dominaba. Si estaba próxima la etapa de fiestas y verbenas, su monólogo estrella era el tipo de bombas utilizadas para cada celebración. Conocía los nombres y procedencia de los pirotécnicos, así como sus especialidades y los materiales que utilizaban: palenque, morteros tracas... Pero Rafaelito no se dedicaba simplemente a relatar una taxonomía de los recursos técnicos y humanos empleados en cada celebración en la que estaba implicada la pólvora, sino que realizaba un exhaustivo análisis comparativo sobre la innovación de los fuegos artificiales utilizados en cada lugar. Así, con aquella voz nasal de falsete comentaba cosas del tipo: “los de Bouzas, van a traer a Raúl el pirotécnico de Baldranes que utiliza pólvora negra mezclada con nitrato de cobre y cloruro de litio que, con el cebado, le da una potencia grandísima y a las de Cangas viene Ramiro de Salceda con doscientas bombas de palenque”. Además, llamaba por su nombre a los efectos pirotécnicos que veíamos en el cielo: luces de Bengala, culebras, palomitas... La etapa de verbenas y fogueteo ponían a Rafaelito en acción para establecer contacto con todos los maestros fogueteros que acercaban a la ciudad, ávido de obtener información de primera mano para distribuirla entre chavales como nosotros, unos indocumentados en temas de petardos, cohetes y fuegos de artificio.

Finalizada la etapa festiva, Rafaelito dedicaba el invierno íntegramente a la RENFE. Conocía al dedillo la tecnología de las máquinas de vapor y posteriormente las de diesel, así como los componentes que influían en su óptimo funcionamiento: las bielas, el eje trasero, el ténder… No se si Rafaelito habría superado los estudios primarios, pero en tema de trenes sentaba cátedra, parecía un ingeniero. Hablaba con precisión de todos los aspectos relacionados con la conducción, el mantenimiento y la operatividad de las máquinas. Su sancta sanctorum era la vieja estación del tren. Desde el maquinista al factor, pasando por el guarda agujas y el que vendía los billetes, todos conocían a Rafaelito. Ellos eran su fuente primigenia de información. No había cosa que sucediera en las vías de la red nacional que no conociera. Si descarrilaba un tren en Zamora, Rafaelito era el primero en saberlo y se encargaba de difundirlo a bombo y platillo por toda la ciudad. Era una especie de El Caso pero en transmisión oral modelo radio bemba (boca s boca), especializado en transporte ferroviario, tanto de mercancías como de pasajeros.

César era otro personaje muy querido que pululaba por el entorno de Príncipe. Su familia tenía un comercio de calzado muy conocido llamado Gatichaves que estaba en la confluencia de Colón con Urzaiz, frente a la actual farola. El logo de la tienda era un gato que tenía unas llaves cogidas con las patas delanteras. César tenía tres especialidades: asustarte por detrás emitiendo un sonido gutural, el Celta y las procesiones de Semana Santa. En concreto las de la Cofradía del Silencio. Paseaba por Príncipe y si veía que eras un conocido e ibas despistado intentaba asustarte. A partir de ahí comenzaba la conversación. Al contrario que con Rafaelito, que se apalancaba horas hablando con los brazos en posición firmes y sin movimiento alguno, César era huidizo y difícil para mantener una conversación pausada. Parecía que siempre iba con prisa. Tenía poco pelo y unos ojos saltones, muy expresivos. Su primer recurso era el tema deportivo que emitía de forma telegráfica. Una cosa más o menos así: “dos a cero, goles de Suco y de Costas, el de los coloniales. Ibarreche paró un penalti”. Cuando se aproximaban las fechas de Semana Santa a César se le ampliaba la temática y su teima comenzaba a circular en torno a las procesiones de los pasos. Su obsesión era ir vestido con capirote en la procesión del Silencio. La que salía de la Enseñanza. Los cofrades se vestían para el evento, que era nocturno, en el Cinema Radio. Allí lo vi alguna vez sonriente, feliz y comedido, vestido con la sotana y el capirote listo para participar en la procesión.

Luis Román, Luisito para todos nosotros, era un amigo más del barrio. Era un señor mayor, ya con el pelo ceniza. Vivía en Peniche con su familia, la del arquitecto Antonio Román, el que, entre otras muchas obras, diseñó la iglesia de los picos del Calvario. La de los Román era una de las casas más bonitas de la ciudad. Tanto la finca como el chalet parecían sacados de un cuento de hadas. Hoy en su ubicación hay sólo altos edificios que pasan desapercibidos, fruto del desarrollismo de finales de los años sesenta y los setenta. Con Luis nos encontrábamos en el local de los Franciscanos en Santa Marta y por la calle Pi y Margall. Conocía a nuestras madres y habitualmente se paraba a hablar con ellas. Era una persona muy educada que vestía de forma impecable portando siempre una cartera de cuero. Decía que era inspector de colegios públicos y privados. De hecho se hizo una canción dedicada a sí mismo que todos los niños aprendimos y cantábamos con él. La letra era más o menos así: “Es Luis el más guapo de Vigo, vive en un puerto muy grande y eficaz, donde todas las chicas de Vigo, a Luis disputan por millar”. Se hacía una parada y él recitaba: “Y como eres inspector de colegios y academias públicas y privadas”. Todos volvíamos al tema cantando: “Todo el mundo respeta tu honor, pues sino les espera la cárcel, por eso te rinden el más alto honor”. A continuación, después de otra estrofa que hacía referencia a la heroicidad de Luis, continuábamos con la parte de lo que podría ser el estribillo: “¡Ay Luis!, ¡ay Luis!, ten cuidado con tu novia, no la dejes salir sola por la calle del Príncipe, porque te la pueden birlar”. Y ya, con tono épico y con la voz mucho más enérgica, lanzábamos la última frase: “Viva la novia de Luis, viva Luis el conquistador”.

No se que ha sido de estos tres amigos, pero me ha apetecido recordarlos y de alguna manera homenajearlos, porque son esos personajes buenos y anónimos que sin ellos seguramente nuestra niñez hubiera sido diferente.