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Vivimos tiempos miserables, como a casi nadie se le escapa, pero amén de las reclusiones, toques de queda, dificultades para viajar a cualquier parte, ruina económica e incordio de las mascarillas una de las cosas más sorprendentes con la que cabe toparse –dejando de lado las fiestas y los botellones– es la supuesta desaparición de las enfermedades letales que no sean las que produce el coronavirus. En el año pasado era rarísimo oír hablar de infartos, tumores o derrames cerebrales; casi tan difícil como lograr que te tratasen de cualquiera de esas dolencias tremendas porque la COVID-19 se había apoderado de personal sanitario, camas y hospitales.

El disparate aún dura. El último de los miembros de la familia de la generación que precede a la mía ha sido ingresado con una leucemia que le ha dejado sin defensas en una unidad de cuidados paliativos. Al poco del ingreso, se le ha declarado una fiebre alta y de inmediato los cuidadores aventuran que seguro que ha pillado el virus de marras. Con su estado de defensas bajo mínimos, cualquier bacteria o virus que ande por ahí –y abundan–, uno de los que en el estado normal el sistema inmune se encarga de neutralizar, puede producir mucha fiebre. Pero no: tiene que ser el dichoso coronavirus, la única de las amenazas presentes.

Morirnos, nos moriremos todos; del patógeno de moda o de cualquier otra alternativa

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Morirnos, nos moriremos todos. Del patógeno de moda o de cualquiera de las muchísimas alternativas que hacen que el mantenimiento tan complejo como sorprendente de nuestro equilibrio –la homeostasis– comience a desplomarse hasta llevarnos al final. Así que, al cabo, lo que cuenta es la calidad de la vida que podemos mantener hasta ese último momento. A tal respecto, me ha impresionado una noticia publicada en un diario recientemente acerca de la muerte de un sacerdote, rector de una parroquia de Mallorca durante más de tres décadas. Una vez jubilado volvió a su lugar de origen y dedicó su tiempo a ayudar a las iglesias de la zona.

Pero ya se sabe que el tiempo es relativo: cuanto más haces, más te queda disponible. Así que el sacerdote jubilado sacaba las horas necesarias para hacer su deporte favorito, la natación. Es lo que le llevó a la muerte al cabo porque la noticia precisa que hace unos días se echó a la mar desde unas rocas y lo encontraron flotando ya sin sentido ni posibilidad de reanimarle.

Quizá sea necesario indicar que el referido exrector fallecido tenía ¡90 años!, y, a beneficio de alérgicos al baño, que mayo es quizá el mes en el que está más fría el agua incluso del Mediterráneo. Yo, que por edad podría considerarme joven –salvando las distancias y comparado con él–, tengo que ponerme un neopreno. Con lo que jamás disfrutaré de la calidad de vida magnífica que este buen sacerdote supo mantener hasta el último momento de su vida.

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