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Ánxel Vence.

crónicas galantes

Ánxel Vence

Hay un dictador en Europa

Investigadores de la UE han descubierto allá por la lejana Bielorrusia al último espécimen de dictador en Europa, un continente que tan pródigo fue en tiranos de todo pelaje durante el pasado siglo. El de Alksandr Lukashenko es un hallazgo de orden casi antropológico, si bien discutible.

Algo tendrán que decir otros líderes con vocación de autócratas, aunque no tan extremados, como el ruso Vladimir Putin o el húngaro Víktor Orban, un suponer. Bien podrían protestar por el título de “último” y por tanto único déspota que queda en Europa, tan alegremente adjudicado a su colega bielorruso por las democracias.

El jerarca anda ahora en los papeles y en los telediarios por su decisión de echar el guante en pleno vuelo a un avión para arrestar a un periodista que tuvo el mal gusto de publicar informaciones poco gratas al afectado. El osado plumífero cuenta solamente veintiséis años: uno menos de los que lleva su carcelero en el poder. Ni siquiera había nacido cuando Lukashenko ejercía ya el ordeno y mando en su país.

Conviene admitir que el presidente obtuvo su cargo en seis sucesivas elecciones con un constante y abrumador apoyo del 80 por ciento de los ciudadanos. No llegó al extremo de algunos de los referéndums de Franco, en los que no faltaban colegios electorales donde el número de votantes excedía el 105 por ciento, en un abierto desafío al censo de población. Pero, aun así, el pobre Lukashenko no para de recibir acusaciones de fraude.

Lukashenko obtuvo su cargo en seis sucesivas elecciones con un constante y abrumador apoyo del 80 por ciento de los ciudadanos

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Para zanjar el asunto por la vía rápida, el bielorruso ordenó tras las elecciones de 2010 el arresto de siete de los nueve miembros de la oposición que habían tenido la arrogancia de competir con él por el puesto de presidente. Peor aún llevó que una mujer se presentase al cargo en las de 2020. “Se desmayaría, pobrecita”, dijo por todo comentario, antes de sugerir que Bielorrusia no había madurado aún lo bastante para elegir a una señora.

Los dictadores son, a menudo, gente incomprendida. Lukashenko, ya que hablamos de él, afrontó la llegada del COVID-19 con una fórmula imbatible para derrotar al virus: “Vodka, sauna y mucho trabajo con el tractor”.

Se ignora si ese innovador método tuvo o no éxito; pero aun así está claro que el déspota de Bielorrusia es un aficionado en materia de tiranía.

Nada tendría que hacer frente al ya fallecido dictador de Turkmenistán, Saparmurat Nizayov, a quien no le tembló el pulso para prohibir e ilegalizar por decreto todas las enfermedades infecciosas. Bien es verdad que las bacterias y virus –entre ellos, el COVID-19– se negaron a acatar la orden; pero la intención es lo que importa. Tampoco podría competir Lukashenko con la dictadura de los coroneles que hace ya décadas prohibió en Grecia la enseñanza de la matemática moderna en la creencia de que la teoría de los conjuntos niega la lógica formal y, por lo tanto, podría abrir “un peligroso camino para la infiltración subversiva”.

Frente a esos ases del despotismo, el jerarca bielorruso es casi un demócrata con rarezas al que parece un poco aventurado tildar de “último dictador de Europa”. Quizá si los expertos en virología política de la UE y de Estados Unidos ampliasen la búsqueda acabarían por encontrar algún otro déspota al que analizar bajo el microscopio. Por desgracia, el de la satrapía es un virus muy extendido.

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