Varias encuestas han confirmado esta semana que un buen número de votantes republicanos siguen enganchados a la conspiración. Un 23% de los encuestados que votan por esta formación política cree que el gobierno estadounidense y algunos medios de comunicación están controlados por una secta de satánicos pedófilos. Un 56% piensa que se produjo un fraude en las elecciones de 2020 y que a Donald Trump le arrebataron ilegalmente la presidencia. Un 74% dice que el asalto al Capitolio no fue para tanto y que hay que pasar página; tan solo un 18% describe el acontecimiento como un “ataque a la democracia que nunca debería olvidarse”. No es de extrañar entonces que muchos republicanos se nieguen a crear una comisión de investigación en el Congreso sobre los sucesos del 6 de enero. Forma parte del legado que les ha dejado el expresidente: miedo y pérdida de independencia. Temen que algunas de sus acciones puedan interpretarse como una traición a las bases. Como dijo el columnista conservador George Will, el Partido Republicano ahora es “un partido que se define por el terror que siente hacia sus propios votantes”.

En este clima de opinión tan contaminado, que refleja un alto consumo de bulos y fantasías disparatadas, podemos hallar el origen de las crisis que están padeciendo ahora algunas democracias. Los candidatos extremistas más intuitivos saben explotar ciertas inclinaciones de sus compatriotas. Sabemos que unos lo hacen por convicción y otros por oportunismo.

Quienes hacen posible que las pistolas exhiban a veces tan alarmante popularidad son, sí, los que hacen política con ellas, no los que aprietan el gatillo

Las consecuencias, sin embargo, son idénticas. Ciudadanos que antaño no parecían mostrar mucho interés por la política ven despertada su vocación a través del odio y las mentiras, convirtiéndose en activistas por las razones equivocadas. Que un fanático abandone el poder siempre ayuda a mejorar la convivencia, pero conviene recordar que su marcha no tiene por qué suponer la extinción del movimiento que lo aupó. En ocasiones adquiere otra dimensión política o mediática. De ahí que para vencer a este tipo de candidatos y partidos haya que tomarse muy en serio a sus votantes. Lo que hay que abordar con inteligencia es el apoyo social que reciben.

El representante, en ocasiones, no es sino una encarnación patética de ideas descabelladas. Salvando todas las distancias, sucede algo parecido con el terrorismo. El problema no es que una banda criminal más o menos sofisticada se dedique a extorsionar, secuestrar y matar en nombre de una identidad o de una ideología, sino que una parte de la sociedad está dispuesta a justificarlo. Quienes hacen posible que las pistolas exhiban a veces tan alarmante popularidad son, sí, los que hacen política con ellas, no los que aprietan el gatillo. De igual forma, el problema no es que el líder de un partido diga barbaridades en prime time y que un discurso reprobable se normalice, sino que muchos ciudadanos, al escucharlo, se sienten identificados. El éxito de Trump se puede contemplar en las últimas encuestas. Él se fue. Quedan las multitudes desinformadas.