Ni Galicia, ni el Estado en general, poseen la Administración ágil, flexible, renovada y con amplia cualificación para las nuevas especialidades que demandan los tiempos. La inminente llegada de los fondos europeos acaba de evidenciarlo. La Xunta acudirá a funcionarios voluntarios para tramitar sin demora los proyectos elegidos para la reactivación económica y reforzar la gestión de esas ayudas. Los retrasos en los expedientes comprometerían estos importantes recursos. Trabas legales, organizativas y la presión sindical impidieron al Gobierno autonómico llevar adelante su plan de obligar a los funcionarios a cambiar de puesto y consellería como tenía previsto. Una paradoja muy reveladora tanto de la desactualización insostenible que han alcanzado las estructuras públicas como de lo inaplazable de su reforma. La misión, imposible de lograr de la noche a la mañana, no debe ejecutarse contra nadie.

Cambiar y modernizar la Administración no consiste en realizar un ejercicio de revisionismo, afilando la tijera de podar e iniciando un proceso depurativo de lo que nos ha traído hasta aquí para ajustar cuentas con el pasado. Tampoco en soliviantar a las plantillas públicas saltándose sus legítimas conquistas y recortando a las bravas sus derechos. Transformar radicalmente el servicio público sí estriba en colocar los mimbres que lo hagan viable y adaptado a las demandas del siglo de la digitalización y la inmediatez.

Nadie puede percibir este camino ciclópeo, que excede con mucho una legislatura, como una cuestión partidista porque en el fondo conviene, y compete, a todos. En Galicia, al Ejecutivo popular, porque necesita de gestores capaces para aplicar de manera eficiente sus políticas. A la oposición, porque algún día le tocará asumir el mando y echará en falta esos resortes. A los contribuyentes, porque, además de sustentar con sus impuestos el entramado, merecen que les alivien con rapidez sus dificultades. Y a los propios funcionarios, porque verán barridos como hojarasca sus puestos si los vuelven inservibles por aferrarse a un estatus con granítico inmovilismo.

Hay que empujar para construir en común un servicio público útil, eficaz y sostenible, adaptado a los nuevos perfiles profesionales, de competencias y habilidades

Resulta comprensible y humano que el hecho de plantear modificaciones ponga en guardia a los afectados. Máxime en un contexto de cierta inestabilidad, cuando el mérito ha sido arrinconado, los planes para restaurarlo por obligación judicial provocan una riada de recursos y muchos funcionarios andan inmersos en concursos de traslados. La obligación de cumplir con la estabilidad presupuestaria ha generado una bolsa tan formidable como inadmisible de interinos y, por otra parte, los políticos no acaban de sacudirse la tentación de ahormar a los técnicos para moverse a sus anchas. Seguir ignorando la realidad, a pesar de las determinadas posibilidades que en este ámbito competen a la Xunta, causaría a la larga un severo perjuicio a los gallegos.

Contamos con una función pública decimonónica porque no ha sido remodelada nunca. Es un defecto general. El aparato del Estado también requiere de una urgente puesta al día. El esfuerzo que supondrá digerir las partidas del programa Next Generation, que llegará de Europa para paliar la ruina de la pandemia, choca contra un modelo actual de suma rigidez procedimental. Cualquier desarrollo mínimo supone meses de papeleo, como consecuencia de una legislación garantista y formalmente participativa, con plazos dilatados a cada paso. Añádase a este maremágnum de por sí perezoso el celo motivado por episodios de corrupción para obtener como resultado una intendencia desesperante. Nadie defiende procesos carentes de rigor, aunque el orden extremo así concebido desemboca en parálisis y actúa contra los intereses de los administrados, a quienes debe facilitar la vida diaria.

Un cuerpo burocrático torpe y desfasado destruye valor y ahuyenta inversiones. Recuperarlo repercutiría en el PIB, por tanto en el crecimiento de la riqueza, el empleo y el bienestar de Galicia. Ahora se retribuye la carrera profesional a todo el mundo por antigüedad. Uno de los desafíos ineludibles de las reformas que necesitan cocerse en los próximos meses consistirá en introducir, siquiera de manera tenue o simbólica, alguna suerte de compensación por productividad y objetivos. El esfuerzo y el buen rendimiento exigen estímulos y premio.

Reestructurar la Administración y adaptarla a los nuevos perfiles profesionales, de competencias y habilidades, también en el manejo de las personas, es apremiante para reforzar la atención. Seguro que si sirve para aprovechar adecuadamente la solidaridad de la UE y labrar un porvenir próspero su percepción variará. Por encima de este hecho circunstancial, hay que superar el estupor y empujar para construir en común una Administración útil, eficaz y sostenible, la mejor que podamos pagarnos, ligera de engorros y no por ello vulnerable. Empresa semejante requiere de habilidad negociadora en quien la afronta para lidiar en múltiples frentes y voluntad férrea para no sucumbir a las resistencias. Pero también de la comprensión y el respaldo de los demás, superando la lucha partidista y la ideología, para arribar a buen puerto. Los mayores defensores de los servicios públicos debieran ser los primeros en arrimar el hombro.