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Xaime Fandiño

LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

Hablando de vacunas...

Toda mi generación tiene, según la encarnadura de cada uno, una marca grande o pequeña tatuada en la piel en la parte alta del brazo. Si eres todavía joven, cuando vayas a la playa fíjate en los brazos de las personas de esa generación y comprobarás de lo que hablo

En los 50 y 60, cuando éramos unos niños, estuvimos sometidos a algunas campañas de vacunación. Una masiva fue la de la tuberculina. Me viene a la cabeza que era simplemente una dosis de recuerdo. Los sanitarios se acercaban a los coles y allí mismo y, brazo remangado, procedían a inocular. Nadie le hacía ascos al vial. Ni padres, ni maestros, ni escolares. Me imagino que ya de aquella habría negacionistas pero no aparecían en el flujo mediático. Estábamos en una dictadura, lo de las redes ni se imaginaba, las primera fotocopiadoras estaban controladas, las imprentas también y los periódicos eran lo que eran en cuanto a orientación y censura. Las voces discrepantes en cualquier ámbito sólo circulaban a través de panfletos clandestinos impresos en una vietnamita, así era como se denomina aquel trebello prohibido, un aparato de multi impresión que permitía realizar copias masivas de un original. Era totalmente manual y funcionaba dándole a una manivela. Se utilizaba prioritariamente para fines de comunicación política opuesta al régimen. O sea que en aquel momento no había soportes de comunicación, aunque fueran alternativos, ni Migueles Bosse explícitos, que pudieran dar voz y soporte gráfico a proclamas abstencionistas respecto a las vacunas, así que si las había, yo no me enteré.

Toda mi generación tiene, según la encarnadura de cada uno, una marca grande o pequeña tatuada en la piel en la parte alta del brazo. Es de una de las vacunas, me parece que la de la tuberculosis. Al ponerla formaba primero una ampolla con líquido, que luego se transformaba en un bultito con una costra que, cuando caía, dejaba esa cicatriz tan característica como si fuera un sello. Unos la tienen más destacada que otros. Si eres todavía joven, cuando vayas a la playa fíjate en los brazos de las personas de esa generación y comprobarás de lo que hablo.

De aquella, los padres inculcaban a los hijos el respeto por las cosas que se desconocían y admiración a las personas que disponían de un conocimiento superior, tanto especializado como universal. Así, a los maestros se les trataba con consideración y a los médicos con entrega incondicional. Cuando ibas con tu madre al ambulatorio lo que decía el médico era palabra de Dios. Me acuerdo de que mi pediatra se llamaba Cardelle, era muy buena persona, muy entregada y vehemente. Cuando alguien llegaba con una tropelía extraña que trataba de contradecir las bases científicas de su trabajo, montaba tal bronca que se le escuchaba en la sala de espera. Con él no había medias tintas. Si estabas enfermo había que curarte y si no, para casa. Más tarde, en el mismo lugar y durante muchos años, en el Instituto Nacional de Previsión de García Barbón, mi médico de cabecera fue Fuembuena, una persona de carácter apacible y tranquilo en el que todos confiábamos. Así era en general la relación de mi generación con los médicos de la atención primaria, de respeto y fe ciega. Lo que decían iba a misa. De aquella no había medias tintas. Tampoco estaba Internet. Nadie llegaba a la consulta, como hacen ahora muchos pacientes, con la anamnesis y el tratamiento cerrado después de acceder a Google. El facultativo de hoy necesita un aguante especial para soportar a eruditos investigadores casuales que, sin conocimiento alguno de los más elementales conceptos de anatomía o biología humana hacen predicciones sobre sus achaques y dolencias ante la atónita mirada de su médico. Estoy seguro que en muchas ocasiones llegan a hacer dudar al facultativo de si realmente debería haber pasado por la facultad de medicina durante casi diez años, o con Internet hubiera sido suficiente. Pero eso sí, aunque vienen documentados hasta las cejas, ninguno de ellos quiere que le atienda una persona sin la homologación debida.

Todo iba fluyendo más o menos de este modo, en esa dualidad anormal desde el punto de vista sanitario, en el que a veces se le hacía más caso Internet que al médico de familia, cuando de repente nos encontramos de la noche a la mañana inmersos en una pandemia a nivel planetario, con un arsenal de fuentes a mano: redes por un lado, medios por otro y todos haciendo predicciones, de modo que, como no podía ser menos, las vacunas han pasado al acervo popular.

Hasta ahora, cuando uno se iba a poner una vacuna para la gripe, la malaria, la fiebre amarilla, o la polio, no preguntaba el nombre de la farmacéutica, la tecnología empleada en su gestación o su composición químico/biológica. Ni siquiera su homologación. Lo importante era que tú confiabas en el servicio sanitario y ellos eran los encargados de suministrarte algo que estuviera homologado por un organismo competente y por ello, cada uno de nosotros, hasta ahora, se ha sometido a la inoculación de cualquier vial o ingerido todo tipo de fármacos a sabiendas de que cualquier cosa que nos metemos en el cuerpo puede producir efectos. Como simplemente el comer una nuez a alguien que es alérgico a los frutos secos.

El problema se origina cuando asistimos simultáneamente como emisores y receptores en un escenario mediático donde se baten en duelo países, patentes y farmaceúticas que, desde sus departamentos de Comunicación y RRPP generan informaciones interesadas, a la vez que los políticos y los mass media entran en el lío. A partir de ahí la opinión del tonto del pueblo en la barra del bar o a través de una red social, pasa a tener tanta o más relevancia que la de un científico. Y en esas estamos.

Considero que, como se hizo toda la vida, deberíamos vacunarnos con los viales disponibles homologados y ya está. Lo malo es que los políticos entran en el juego y prometen unas u otras, haciéndolas así mejores o peores a los ojos de la gente. Y lo que es peor, en ocasiones publicitando un vial en favor de otros y después no inyectando el que habían señalado como idóneo. Lo más molesto en todo este proceso es el ruido, el engaño y por lo tanto la desconfianza, pues tal como está el mercado, parece que en el ámbito de la biología, hoy “el más tonto hace aviones”.

Es de tal actualidad lo que señalo que, cuando esperaba a que salieran del proceso de vacunación mi mujer y una amiga, en el lugar destinado a los acompañantes escuchaba comentarios de paisanos que parecían verdaderos eruditos en sueros y vacunas. Por la media de involucrados en conversaciones científicas en aquel recinto hablando de dosis únicas, monodosis, ARN mensajero, adenovirus, así como las marcas comerciales de los viales, pienso que en este país hay más bioquímicos en potencia que albañiles. Con un casting adecuado a las puertas de esos centros de vacunación, nos haríamos con una remesa de científicos de primer nivel que, seguro solucionarían este problema médico y cualquiera que apareciera en el futuro. Además, con una diferencia, un proceso muy rápido porque estos no necesitan pasar por la universidad. Tienen en su haber “ciencia infusa”. Deben estar iluminados por el Espíritu Santo. Otro milagro español.

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