Titular esta reflexión calificando el hecho de escribir como un “arte” es ya una toma de posición. No refiero, por tanto, ni al hecho de “representar las palabras o las ideas con letras u otros signos trazados en papel u otra superficie” (1ª acepción del verbo “escribir”), ni tampoco a lo que consiste el “oficio de escribir”, que supone desempeñar bien la actividad de representar las ideas con palabras. Si hablo de arte es porque la idea de la que parto es de la existencia de un don especial para expresar mediante recursos lingüísticos la interpretación real o imaginada de lo vivido.

Si prestamos atención a lo que antecede, cabe afirmar que en el arte de escribir hay dos elementos esenciales: lo que se cuenta y la forma en que se relata. El escribir se convierte en arte cuando se acierta a la hora de pergeñar la historia y su relato se efectúa enlazando de manera acompasada las palabras más brillantes.

Manejar atinadamente ambos elementos está lleno de dificultades, por eso es muy difícil conseguir elevar la obra escrita a la categoría de arte. Adviértase que –y me voy a referir exclusivamente a las obras de ficción– si ya es arduo y dificultoso imaginar un relato pleno de interés, lo es tanto o más encadenar las más bellas y adecuadas palabras para contarlo produciendo un goce placentero en la mente del lector.

Reconozco en algunos autores el don de urdir una trama que se va instalando paulatinamente en el lugar que tenemos destinado en el alma para que anide nuestro interés

Por eso, hay muy pocos escritores que puedan ser considerados como dominadores del arte de escribir. Son más los que dominan uno u otro elemento. Reconozco en algunos autores el don de urdir una trama que se va instalando paulatinamente en el lugar que tenemos destinado en el alma para que anide nuestro interés hasta que acaba por atraparnos enteramente. Y los hay que llegan incluso a producir adicción por el ritmo y la expectación con los que cuentan sus intrigantes historias.

Pero ni los unos ni los otros llegan a dominar el arte de escribir porque solo dominan uno de sus dos elementos: o encadenan las palabras que le dan a la obra la belleza universal, o haciéndolo las historias que nos cuentan solo tienen un interés relativo. Si tuviera que pronunciarme sobre qué es más difícil concebir la historia o contarla bien, tengo para mí que la imaginación es un don natural que poseen numerosas personas, mientras que manejarse bien con la escritura exige mucho oficio y aunque también tiene algo de don de la naturaleza es fruto más de la sudoración que de la inspiración.

En cualquier caso, no se debe olvidar que la propia forma de ser del escritor y sus vivencias influyen en su manera de escribir. Para expresar mejor lo que quiero decir voy a centrarme en tres grandes autores: Stephen King, Stefan Zweig y García Márquez, porque pueden representar bien lo que deseo decir.

Stephen King es un gran creador de historias. Imagina sucesos que mantienen intrigado al lector el cual, más que regodearse en su estilo literario, lo que está es deseando avanzar rápidamente en el relato para ver qué sucede al final. Para mí, es un escritor que domina el relato, pero no lo tengo –y lo digo con todos los respetos- por un literato del máximo nivel. Y es que, tal vez, ni él mismo lo pretenda. En su obra “Mientras escribo” dice que “la vida no está al servicio del arte, sino al revés”. Y en esa misma obra escribe que “la capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con prosa de calidad es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los escritores”. Pero en otros pasajes añade: “poner al vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo”. Y remata: “el lenguaje no está obligado a llevar permanentemente corbata y zapatos de cordones. El objetivo de la narrativa no es la corrección gramatical, sino poner cómodo al lector, contar una historia… y dentro de lo posible, hacerle olvidar que está leyendo una historia”.

Stefan Zweig es, para mí, un escritor que tiene el don de la palabra. Me atrevo a asegurar que las palabras estaban enamoradas de él y cada vez que narraba algo afluían a su intelecto no solo las más precisas y ajustadas a la idea que quería expresar, sino también las más bellas.

Él mismo llegó a preguntarse por qué sus libros tenían un éxito que para él era insospechado. Y en su obra “El mundo de ayer. Memorias de un europeo” lo explica. Sostiene que se debe a “un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental”. “En una novela, una biografía o un debate intelectual –fue un maestro en estos tres tipos de obras– me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Solo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo”.

El arte de escribir es la síntesis perfecta entre la dimensión del relato y la belleza de la escritura

A las vista de lo que antecede es fácil de entender que transfiriera a sus obras esta aversión a todo lo que había de difuso en las obras ajenas y que le respondiera a su mujer una vez que lo vio muy satisfecho tras corregir una obra: “he logrado borrar otro párrafo entero y así hacer más rápida la transición”.

Y llegamos a Gabriel García Márquez, que para mí representa mejor que ningún otro lo que entiendo por el “arte de escribir”: la síntesis perfecta entre la dimensión del relato y la belleza de la escritura. Solo voy a reproducir –por razones de espacio- los dos siguientes pasajes con cuya lectura confirmarán lo que les digo: “Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día. Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada”. El otro pasaje dice así: “Lo despertó la tristeza. No la que había sentido en la mañana ante el cadáver del amigo, sino la niebla invisible que le saturaba el alma después de la siesta, y que él interpretaba como una notificación divina de que estaba viviendo sus últimos atardeceres”. ¡Cuánto talento! ¡Verdadero dominio del arte de escribir!