La indiscutida victoria de la derecha en la Comunidad de Madrid ha hecho de nuevo que resurja esa fascinación por el votante que supuestamente vota lo que no tiene que votar. En Estados Unidos, tras las elecciones de 2016, se convirtió en todo un género literario. Hubo tantos viajes a la América profunda en busca de respuestas que Carlos Lozada, el crítico del Post, descubrió que varios autores entrevistaron a la misma persona configurando a partir de ésta distintos arquetipos. En un libro, este votante de clase obrera decía haber apoyado a Trump por motivos puramente económicos, en otro se enrollaba con las teorías conspirativas y en otro se quejaba de la inmigración ilegal y el cambio demográfico que está experimentando el país. De esos bosquejos etnográficos surgieron diversas tesis acerca de por qué estos ciudadanos habían depositado en la urna la papeleta equivocada.

No hay nada más trágico y letal en política que la incapacidad de interpretar las inquietudes del pueblo

Lo interesante, sin embargo, sería indagar en el fracaso de quienes no pudieron convencerlos de que votaron contra sus propios intereses. Porque, a decir verdad, tampoco parecen Einstein (por aludir a un ideólogo de una de las fuerzas progresistas que más dañada salió de estos comicios) los que diseñan una campaña enfocada en promover la participación a fin de despertar a una supuesta mayoría para luego, en los distritos más afines, ser arrasados precisamente por esa masa de votantes que ellos mismos convocaron. Lo contraproducente es hacer de ellos una versión a la madrileña de los “deplorables” de Trump. Se sabe que no hay nada más trágico y letal en política que la incapacidad de interpretar las inquietudes del pueblo, sobre todo cuando se habla en nombre de él, pues uno puede acabar convirtiéndose en un profeta melancólico que, esperando desde una atalaya a que el próximo desastre le acabe dando la razón, solo sirve ya para diagnosticar enfermedades incurables.

En las elecciones a la Comunidad de Madrid se ha representado muy bien la diferencia que establecía Mario Cuomo entre la lírica de la campaña y la prosa de la gobernanza. ¿Qué nos queda después de tanta hipérbole? Cuando la cosa iba de no perder el trabajo, algunos continuaron repartiendo octavillas. Resulta que la épica no se hallaba en las barricadas sino en una taberna. Puede que lo veamos ahora en unos de esos reportajes en los que los ciudadanos aparecen justificando su conversión. Para representar a “la gente”, a veces hay que ganarse el respeto de “la gente”. Algunas formaciones de izquierdas sí parecen haberlo entendido. Otras prefieren regañar a los ciudadanos por haber elegido mal. Al parecer, antes de salvar a España había que salvar primero al partido. Misión cumplida. Para los adversarios queda la prosa.