El campo de Caralladas estaba frente a DIPESA, la gasolinera de Urzaiz. Era un gran espacio verde a monte y en pendiente, situado debajo de la calle Pizarro, que lindaba con el bar León.

Cuando llegaba el buen tiempo, esa especie de oasis verde sin cuidar que se ubicaba en la parte empinada del corazón de la ciudad, hoy totalmente edificado, lo utilizábamos para realizar improvisadas veladas guitarreras nocturnas alrededor de una hoguera. Recuerdo que en alguna ocasión incluso llegamos a hacer un cocido con todos sus ingredientes. La contaminación lumínica de esa zona era escasa de modo que únicamente la llama de la fogata iluminaba nuestras siluetas, mientras al fondo veíamos discurrir algún tranvía de última hora y la tenue luz de 120 voltios de la gasolinera.

Mis amigos guitarreros vivían en esa zona de la ciudad que se movía dentro de un área formada por los barrios de Ribadavia y Casablanca subiendo hasta los Llorones, donde estaba el bar Cabanelas que daba a dos calles: la Travesía de Vigo y el Pino. Al inicio de esta calle se ubicaba el local de ensayo al que habíamos emigrado después de los comienzos musicales en el teatro de los Capuchinos. Allí Los Watios fuimos creciendo en edad, pelo y componentes. La banda original casi al principio perdió a un excelente guitarrista Antonio Vaamonde, que prefirió ir a hacer una estancia de estudios universitarios en el extranjero que le llevaría posteriormente a habilitarse como profesor de la Universidad de Vigo, mientras yo junto Petote y Espino, continuamos nuestra andadura incorporando a otro gran guitarrista, el Hank Marvin de la ciudad, Miguel Poyan. El apodo le venía porque se sabía todas las canciones de The Shadows y las tocaba “clavaditas“. Por desgracia Petote, Espino y Miguel ya no están con nosotros. Pasados los años, la vida da muchas vueltas, después de hacer ya en la cuarentena mis estudios universitarios y doctorado, acabé como profesor titular de la misma universidad que Vaamonde de la que él es ahora profesor emérito y yo profesor jubilado. Ya veis que en muchos casos las cosas no son como empiezan.

Nuestro local de ensayo del pino estaba cerca de Urzaiz y era el sótano de una pastelería. Allí pasábamos la mayoría de nuestro tiempo acorde va, acorde viene.

Una vez el padre de Espino, el bajista, que tenía la pensión Seoane, un poco más abajo, en la calle Tercio de Afuera, lo esperó en la puerta de la pastelería armado con palo y le espetó de forma amenazadora: “Luisito, ándaste con esta camarilla de peludos e yeyés e vaste derramar”. La camarilla éramos nosotros.

Ninguno leía música, ni tenía las más mínimas nociones de armonía más allá de: tónica, dominante y subdominante. Pertenecíamos a una nueva especie que los músicos profesionales de la ciudad, los de partitura, denominaban “silbadores“, porque éramos capaces de reproducir con el instrumento lo que escuchábamos, sin necesidad de leer el papel pautado.

Poco a poco la banda fue creciendo y se incorporó Kamalik como cantante. Un vigués de la calle Arines en el Castro con tupé rockero, cazadora de cuero, que hablaba inglés y andaba a lomos de una Bultaco. Era mayor que nosotros y había perpetrado un evento muy sonado en la ciudad. La apuesta con un compañero sobre quién sería capaz de cruzar antes la ría. Él en una bicicleta acuática (de aquella no se conocía tal artilugio) o su amigo a nado. El dinero no era el móvil de la apuesta sino la pérdida de la pelambrera. Ganó Kamalik.

José Carlos Giraldo, un aficionado a la electrónica reparaba los equipos. Era nuestro técnico de sonido. Su padre, que era el jefe de la policía local, tenía un Citroen 11 Ligero que le vendió a Daniel nuestro manager. Cuando recién comprado nos montamos en él, los colegas del cuerpo, al ver la matrícula del auto pensaron que una pandilla de peludos lo habían sustraído y avisaron inmediatamente a su jefe. Aquel impoluto coche negro acabaría decorado con el nombre de la banda rodeado de colores psicodélicos. A lo Yelow Submarine.

En el mismo sótano de El Pino se incorporó a las teclas Felix. Era también un poco mayor que nosotros. Había estudiado en la escuela de peritos y su padre era pianista profesional. Desde niño le hizo estudiar ese instrumento de modo que con pantalón corto tocaba ya el órgano en la iglesia. Era, junto a otra persona de la que hablaré a continuación, uno de los componentes capaces de leer una partitura, aunque nunca la utilizamos. Me acuerdo que, cuando tocábamos canciones como: Baby come back, Bring a little loving… que solo tenían dos o tres acordes, desde su órgano, un Vox Continental que tenía las teclas con el color invertido; las blancas eran negras y al revés, a veces se quejaba: “Tantos años estudiando música para esto. Solo de vez en cuando aparece un acorde de séptima”.

Otra de las personas entrañables que se incorporó a la banda fue Marcos. Un portugués que estaba en la ciudad escapado de la llamada militar de su país, pues le habría correspondido incorporarse a la guerra colonial con Angola. Era un refratário, que es como se les denominaba en Portugal a los desertores. Yo creo que la policía de la época se daba cuenta de la situación y tendía a mirar para otro lado si estos jóvenes no eran reclamados directamente, porque Marcos no pasaba desapercibido. Vestía camisas de flores, pelo largo, gafas a lo Lennon… es decir, si uno se lo proponía no era difícil dar con él. La confianza llegaba a tal extremo que en un momento determinado nuestro mánager Daniel (tampoco está ya con nosotros), decidió que teníamos que ir a Madrid a comprar entre otros instrumentos, una Fender Stratocaster y una Ludwig a Lecturriaga, en la calle Corredera Baja, uno de los que se apuntó al viaje, a pesar de su delicada situación en el país, fue el portugués. Como no disponía de documentación para cruzar media península, le pidió el DNI a un colega. Ayudado de una navajita introdujo en el plástico una foto de carnet suya, tapando la del verdadero propietario y así, aunque fuera de aquella manera, él pensaba que pasaba a estar documentado. Era impresionante ver como recitaba en alto el nombre, apellidos y dirección del verdadero propietario para aprenderse de memoria todos sus datos. Hizo el viaje ida y vuelta y nunca le pidieron el documento. Marcos, el refratário, tuvo suerte, porque en la foto de carnet que colocó en el DNI aparecía tocando el saxo.