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Daniel Capó FdV

Padres, madres e hijos

Ser madres –o ser padres– nos recuerda que todos, en primer lugar y antes que nada, somos hijos. Y la condición de hijos nos habla de nuestra sustancial fragilidad: dependemos de los demás para crecer y madurar, para fortalecernos y crear. Un niño nada puede solo, por mucho que anhele desarrollar una individualidad propia: algo que terminará haciendo, pero en colaboración con los demás. Por supuesto, ser madre –o padre– constituye el mayor desafío cultural al marco de creencias que rige la actual sociedad posmoderna y nihilista, frívola y narcisista. Para esta modernidad líquida en la que estamos inmersos, nuestras vidas se desarrollan en consonancia con el deseo de autorrealización, más apegadas al capricho de cada momento y de cada circunstancia que a la experiencia responsable del bien común. Se dirá –y con razón– que en el equilibrio radica la virtud y que en el camino del hijo se encuentra la paternidad: uno crece para fundar una nueva familia. Pero, por eso mismo, la paternidad nos recuerda de dónde venimos y que el eje de nuestras vidas no se halla en nosotros mismos, sino en algo más grande: un yo inserto en una red de relaciones, de derechos y deberes que es la familia, la patria y la sociedad.

Un país sin niños, por el contrario, nos habla de otros valores, antitéticos a los de los padres y los hijos. Nos habla, en primer lugar, de los obstáculos culturales y económicos que padecen las familias, y que dificultan en gran medida su arraigo. Nos habla, en segundo lugar, del temor hacia un futuro que se concreta en falta de oportunidades y de trabajo; puesto que ya no creemos que nuestros hijos vayan a vivir mejor que nosotros. Y nos habla, en definitiva, de una escala de prioridades, entre las cuales realizarse en el cuidado de los demás no resulta muy atractivo. De entrada, al menos.

"Debería contar entre los objetivos de cualquier país avanzado la mejora de su perfil demográfico y las familias deberían recuperar un lugar central en el tejido social"

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Y sin embargo, para una sociedad, el invierno demográfico ofrece otras lecturas igual de pesimistas. El envejecimiento general de la población supone un notable incremento de gasto social que, forzosamente, recaerá en el futuro sobre la espalda de los más jóvenes en forma de solidaridad intergeneracional. Implica también perder competitividad (a medida que cumplimos años nos volvemos más conservadores en nuestras decisiones de inversión y de ahorro), así como perder capacidad de consumo. En parte, esta caída de población se puede revertir con la inmigración masiva, lo cual plantea otro tipo de problemas que tampoco resultan desdeñables, aunque también oportunidades.

Algunos economistas, como Bryan Caplan en su libro Selfish Reasons to Have More Kids, han sugerido una fórmula sencilla para corregir esta tendencia: que cada familia tenga un hijo más de los que pensaba tener. Como en tantos otros casos, la propuesta parte de un idealismo que difícilmente casa con la cultura dominante de nuestros días. Y es más fácil ponerla por escrito que traducirla en resultados. Pero debería contar entre los objetivos de cualquier país avanzado la mejora de su perfil demográfico, del mismo modo que las familias deberían recuperar un lugar central en el tejido social. Nos educamos en familia, nos humanizamos y crecemos en ella. De este modo, ser padres nos permite recuperar la esencia de ser hijos: sabernos frágiles y necesitados, saber que la vida depende de nuestro cuidado y de nuestra responsabilidad.

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