Recurro hoy, de nuevo, al término “añadimientos” —acuñado por Azorín para exponer apéndices o complementos de sus escritos—, con la finalidad de desplegar unas cuantas anotaciones y comentarios sobre dos de mis últimas lecturas. En fin, unas cuantas apostillas, que ustedes pueden hacer suyas si es que las comparten o, sin son contrarios a su criterio, pueden rechazarlas.

La oratoria política

Gracias a la generosidad de mi amigo don Miguel Ángel González García, canónigo y Archivero Diocesano, ha llegado a mis manos el libro Elementos de literatura preceptiva (2ª ed. corr. y mejorada; 1907), del que es autor el sacerdote, profesor e historiador Marcelo Macías y García (Astorga, 1843 – Ourense, 1941). Dentro de su contenido, el apartado de Preceptiva especial, en su sección primera, está dedicado a Oratoria y abarca tres capítulos, de los cuales el III hace referencia a De los diversos géneros de oratoria. El autor, en concordancia con la época en que fue escrito, clasifica la oratoria, por razón del asunto, en: sagrada, política, forense, académica y militar. A su vez, divide la oratoria política en parlamentaria y popular, a la vez que diferencia la que se utiliza en el Congreso y el Senado. Al final del último de estos capítulos establece como cómo ha ser el orador político: “Necesita más que otro ninguno el dominio de sí mismo, para no descomponerse ante las interrupciones, tan frecuentes en las discusiones parlamentarias; de juicio rápido e ingenio muy agudo, para responder a ellas con una frase contundente o feliz, y de gran facilidad de palabra, para no decaer en las réplicas y rectificaciones. Pero no basta que sea un orador brillante, de envidiable talento y conocimientos profundos; es preciso además que goce de autoridad y prestigio por su consecuencia política, por la rectitud e incorruptibilidad con que haya desempeñado los cargos públicos, y por tal elevación de miras e independencia de carácter, que anteponga, cuando llegue el caso, el sagrado interés de la patria a las conveniencias y compromisos del partido”.

En la época actual, era de la tecnología y de distintos medios de comunicación, en plena evolución y cambio, y en la que los auditorios pueden ser inmediatos, distanciados o diferidos, la oratoria política tiene también que adaptarse y el orador político tiene que pensar, escribir y pronunciar discursos, que capten a estos tres grupos de públicos. De la misma manera que una persona ya no envía cartas para comunicarse, el orador tiene que adaptar sus discursos a un nuevo público variable e incierto. Lo exige la circunstancia de que, aunque la intención del que hable sea dirigirse tan solo a uno de estos auditorios, al haber siempre una cámara o un micrófono por el medio, lo hará también para los otros públicos.

Tomando en consideración la evolución cronológica de la oratoria y los oradores políticos y sin hacer generalizaciones ─porque excepciones hay─ les dejo a ustedes, mis lectores, que utilicen su buen criterio y, tras establecer las debidas comparaciones con las estimaciones expuestas por Macías, encuadren la oratoria de nuestros políticos actuales. Al hacerlo les pediría cierto grado de benevolencia. Es posible que coincidan conmigo en que resulta innegable la decadencia actual de la oratoria, en bastantes casos debido a la indigencia intelectual de los políticos, a la que hay que añadir la influencia de los medios transmisores y su reemplazo por otras formas de comunicación.

Por si les sirve de ejemplo comparativo, Francisco Marcos Marín, en Un siglo de oratoria política. (Olivar. 2000; 1: 65-82) refiriéndose al político, escritor e historiador Emilio Castelar y Ripoll (Cádiz, 1832 – San Pedro del Pinatar, Murcia, 1899), afirma textualmente: “Los modos de la oratoria política que hicieron grande a Castelar, en esta faceta, no solo se sustentan en una música de palabras, en la cadencia de los párrafos, en el brillo de las imágenes. Iban acompañados de un principio y fundamento, como diría San Ignacio. Tras ellos había, sobre todo, una idea de libertad, pero también un concepto del Estado, de la Nación, y un respeto hacia la cultura heredada, en todos sus aspectos positivos, que conforman, digámoslo de nuevo, para terminar, el humanismo que España, por su historia, puede aportar a la cultura de nuestro tiempo.

Y si quieren saber más lean a José Antonio Hernández Guerrero, en Política y Oratoria (Universidad de Cádiz, 2001).

La siesta

En una de sus últimas visitas a nuestra casa familiar de Boimorto, mi hija María Martinón Torres, médico, antropóloga y actual Directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), me ha regalado el sugestivo libro El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo (Barcelona: Cuadernos Anagrama; 2020). El autor del libro es Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), que en la actualidad es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, antes había sido director del CENDEAC (Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo, de Murcia), Research Fellow del Clark Art Institute (Williamstown, Massachusetts) y Society Fellow de la Society for the Humanities (Cornell University), al tiempo que es autor destacado y premiado de ensayos y novelas de éxito. En la anteportada del libro mi hija me estampó una breve dedicatoria: “Para papá, porque de todo sacarás algo, seguro, para tus Faros. Tu hija, María”. Ella sabe que este, su padre, es adicto “grave” a la siesta y desde que el tiempo lo permite, está convencido de que la siesta sin cama no es siesta; es cabeceo con riesgo para las cervicales. Aun así, he de confesarles que antes, cuando el tiempo me apremiaba o en ausencia de lecho, he dormido la siesta en los lugares y posiciones más inverosímiles. Nunca olvidaré cuando, en 1999, con ocasión de participar en el XXVIII Congreso Español de Pediatría en Zaragoza, compartí una comida con otros compañeros y durante la sobremesa, dominado por el sueño y la falta de otro lugar, me vi obligado a echar una mini siesta sentado en la tapa del retrete de un lujoso restaurante de Zaragoza. En el momento en que me desperté y salí del excusado pude comprobar, azorado y con vergüenza, que había provocado una larga cola de espera.

En el epígrafe del libro figuran dos citas, de las que les transcribo la que sigue: “Cuántas veces se aleja la tristeza de nuestro lado mientras se duerme la siesta” —tomada de La Siesta (colección de artículos, editados en Madrid en 1882, y escritos por la poeta y dramaturga librepensadora Rosario de Acuña y Villanueva (Madrid, 1851 – Gijón, 1923)—. En la página de preliminares, Hernández asienta con claridad que la siesta, entendida como la contraposición de la pulsión productiva, y asociada a la pereza y la ociosidad, ha pasado a transformarse “en una herramienta central de la productividad, una rutina saludable, un imperativo del bienestar, e incluso una práctica cool, vendible y consumible”. El prólogo comienza con una cita tomada del libro de Camille W. Anthony y William A. Anthony, The Art of Napping at Work (1999), en la que recuerda que esta pareja de autores instituyó en Estados Unidos la festividad del National Napping Day para resaltar los beneficios para la salud de la siesta.

En cuanto a sus capítulos, todos resultan atractivos, pero dadas las limitaciones de espacio de este artículo, me limitaré a comentar ciertos aspectos de alguno de ellos. En general, en Occidente, dormir fuera de la hora regularizada de la noche sigue siendo un desorden y signo de haraganería y, si se da una cabezada en público, es motivo de mofa. En otros lugares, por ejemplo en Japón, bajo el nombre de inemurí, quedarse traspuesto en la oficina, en el parlamento, en la comida familiar o donde sea, es expresión de que has trabajado duro y de que tu cuerpo requiere un pequeño descanso para retomarlo.

A uno, al contrario que al autor del libro, no le importa ofrecer la imagen en público de su cuerpo desvalido entregado al sueño. Acepta, eso sí, que aunque la mejor siesta es la normativa, después de la comida del mediodía, “la siesta de la `hora de la siesta´”, no es la única que ha practicado. En efecto, hay siestas fuera de hora y son muchos los ejemplos, si el tiempo lo permite: la siesta después del desayuno, la siesta a media mañana —llamada del borrego, del carnero…—, la siesta a media tarde, la siesta antes de cenar… Y, tomando como fuente el libro de Mathew Walker, Por qué dormimos, 2019, sostiene que, bajo evidencias antropológicas, biológicas y genéticas, estamos programados para dormir según un patrón bifásico, con “un episodio más largo de sueño continuado por la noche, seguido de una siesta corta a media tarde”. Cuestión distinta es la presión por dormir bien para ser productivo. Es decir, tratar trasformar la idea del disfrute, del placer, del goce del sueño por un mandato de duerme para descansar lo suficiente y volver a ser productivo. El descanso se fructifica y se integra en el sistema, porque “al dormir bien somos más empáticos, más equilibrados, más sanos y, sobre todo, más productivos”. Esto ha llevado a que cada vez más empresas incluyan la siesta en la rutina del trabajo. Dormir un pequeño sueño no es perder el tiempo, es transformar las pausas, junto con otros sistemas de entretenimiento o desccanso en los lugares de trabajo, que no haya fronteras entre el ocio y el trabajo. Dicho de otro modo, convertir la oficina en algo parecido a una casa, lo que denominan “hogarización” del trabajo, en el que dormir la siesta serviría para recargar y aumentar la fuerza física y mental y, por lo tanto, un producto más de consumo.

Y como el espacio no me da para más, disculpen mis lectores este liviano suelto y complétenlo con la lectura del libro de Hernández. Conocerán a los “campeones de la siesta”, algunos de ellos hombres ilustres y mandatarios universales, además de muchos más datos y anécdotas curiosas.