Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Julio Picatoste

¿Hay alguien ahí?

Nos animaba Stephen Hawking a ser curiosos, a no detener la mirada en nuestros pies, sino a levantarla hacia las estrellas y hacernos preguntas sobre el sentido y significación del universo. ¡Ahí es nada! Pero los científicos no solo miran hacia el cielo estrellado en busca de los confines abismales del universo, como espeleólogos del infinito, sino que avivan también el oído ante toda cuanta señal pueda provenir de algún lugar del espacio, al tiempo que envían mensajes para que naveguen allende nuestra galaxia, con la remota esperanza de que alguien, en los confines del tiempo o del espacio, los reciba, sepa de nosotros y acaso conteste. Es la búsqueda desesperada de otros seres que, como nosotros, se encuentren solos, perdidos en la gélida negrura del espacio infinito, otras existencias que nos liberen de esta atroz e inmensa soledad en la que ahora nos vemos. En el fondo, padecemos el terror pascaliano al silencio de los espacios infinitos. Envueltos en ese silencio cósmico surgen preguntas acuciantes para las que no hallamos respuesta; y ya que la razón no basta, la buscamos fuera de nuestro planeta. La opacidad de ese silencio pétreo encierra en el fondo un interrogante turbador: ¿qué hacemos aquí? Al final, filosofía y ciencia, por caminos diversos, convergen en la misma búsqueda. Es probable que sea la ciencia, con sus descomunales avances, la que dé respuesta a los filósofos.

Ocurre que cuando el hombre se yergue sobre la faz de la tierra, el universo ya estaba allí, con una existencia de miles de millones de años; se había hecho viejo de tanto esperar su llegada. Una inmensidad de tiempo, inconcebible e inabarcable para la razón, ha precedido al amanecer de la humanidad. Pero aquel homínido con pretensiones - al que esperaba un futuro espectacular- no puede entender cabalmente ese universo que se ha encontrado hecho, ya “evolucionado”. Lo mira entre el pasmo y el sobrecogimiento, y recobrado de su asombro, despojado de los mitos primitivos, con su cerebro poderoso y limitado a la vez, empieza a preguntarse qué es todo aquello, de dónde viene esa inmensidad de la existencia que le rodea. ¡Qué dramática ignorancia! ¡Cuántas preguntas sin respuesta! ¡Qué vivir en las tinieblas! Tenía razón el astrónomo y físico inglés James Jeans cuando decía que seguimos estando prisioneros en la caverna de Platón.

Es probable que sea la ciencia, con sus descomunales avances, la que dé respuesta a los filósofos

decoration

Según el físico estadounidense Wheeler, uno de los máximos defensores del principio antrópico, no solo el hombre está adaptado al universo, sino que este está adaptado al hombre. Sin embargo, las enormes e inabarcables distancias siderales, los miles de millones de años que nos separan del origen de todo impiden o dificultan sobremanera el conocimiento y la comprensión de lo inconmensurable. Por eso, ese llamado principio antrópico, tiene, a mi juicio, una quiebra; por más que, según su postulado, el universo se adapte al hombre para que este llegue a formarse y a estar dotado de inteligencia y capacidad cognoscitiva, no parece, al menos de momento, que pueda entender y conocer el misterio mismo del cosmos. Dice el físico Michio Kaku, uno de los pioneros de la teoría de las cuerdas, que, con una ecuación que apenas ocupa dos centímetros (E=mc²), Einstein aspiraba a leerle la mente a Dios; esa ecuación nos permite entender el secreto de las estrellas y por qué existe el sistema solar, pero Einstein creía que había aún una ecuación mejor que explicaría todo lo demás; él buscaba la teoría del todo.

Pero en realidad, desde lo más escondido de nuestro trémulo ser, lo que durante siglos el hombre ha buscado en las profundidades de ese océano de negrura insondable, inmensa, acaso infinita, de silencio y misterio, de tiempo y eternidad, no son civilizaciones nuevas o habitantes de otro posible universo; en rigor, lo que de una u otra forma se busca es el origen de todo, el principio del universo, y su porqué, el Deus absconditus que excita nuestra imaginación y agita el entendimiento, y que hasta ahora no se acomoda a respuestas categóricas. Porque ese vacío del espacio es la misma oquedad interior que hace de la vida y de la muerte, del tiempo y del espacio infinitos, un misterio y una incógnita, interrogación pungente, constante, hambrienta y sedienta, fuente de mitos y leyendas, producto de la mitopeia, que es, según Ortega y Gasset, un método intelectual que forja el mundo en que durante milenios vive un pueblo. La respuesta, si la hay y si el hombre es capaz de hallarla, tal vez habite en la encrucijada entre filosofía y ciencia, donde no tienen cabida ni fábulas ni mitos que, sin embargo, sí han encontrado abrigo y cultivo en las religiones. Concibo el universo como una grandiosa y complejísima ecuación cuya incógnita, la gran X, trata el hombre de despejar afanosamente desde hace siglos. El genial Newton veía en el universo un gigantesco enigma solo descifrable mediante la aplicación de la inteligencia al descubrimiento de unas claves puestas por Dios. El universo sería, según esa concepción, un magno y colosal criptograma. Y en descifrarlo se nos va la vida.

Compartir el artículo

stats