Me ha gustado el argumento que emplea Ricardo Dudda en uno de sus últimos artículos publicados en la revista Letras Libres, donde se pregunta por qué Ayuso gusta tanto a sus votantes. La respuesta que plantea es la repulsa que provoca entre sus adversarios, lo cual es una variante del prestigio de la victimización. La lógica es muy sencilla: me gustará mucho, poco o nada su programa; pero, si irrita tanto a la izquierda, ya me atrae. Se podría emplear el mismo argumento en sentido contrario y comprobar que también funciona: me gustarán más o menos las propuestas de Unidas Podemos o del PSOE; pero, al ver cuánto irritan a la derecha el lenguaje y los gestos de –¿qué sé yo?– Pablo Iglesias, ya activa el voto de izquierdas.

Algo –o mucho– de esto sucede en la política actual. Cada vez nos movemos más por cuestiones emocionales o netamente identitarias: los míos contra los tuyos, que es como decir los tuyos contra los míos. La voladura de puentes resulta la consecuencia inmediata, imposibilitando la construcción de espacios habitables para todos, más allá de nuestras respectivas ideologías. Al movilizarse el voto desde la animadversión –y no desde las propuestas en positivo–, los debates se reducen a un batiburrillo de eslóganes: ya sea, “comunismo o libertad”, por un lado, “democracia o fascismo”, por el otro. Se trata de una política vaciada de contenido, sin sustancia, convertida en relato o en un juego de emociones alienadas.

Ricardo Dudda se pregunta por qué Ayuso gusta tanto a sus votantes. La respuesta que plantea en un artículo es la repulsa que provoca entre sus adversarios

Porque pase lo que pase el 4 de mayo en Madrid, la realidad es que el espacio público sigue deteriorándose a una velocidad de vértigo, sin que nadie parezca dispuesto a detener la bola de fuego que amenaza con arrasar nuestra democracia. Y esta erosión de la política coincide con el enorme deterioro de la economía española que, lejos de vivir un efecto rebote sostenido, contempla cómo las grandes multinacionales enlazan una oleada de despidos con otra, y la pequeña y mediana empresa tampoco logra despegar mientras espera que –tal vez– el retorno del turismo veraniego actúe como el ansiado bálsamo de Fierabrás de la economía.

Ojalá, aunque me temo que la polarización ha sustituido cualquier otra preocupación. Situados en la encrucijada del todo o nada, nos olvidamos de lo concreto: la España vaciada, las localidades condenadas a ser pueblos dormitorio, el fracaso educativo, el abandono de la ciencia, la falta de empleo, la descapitalización empresarial, los riesgos que supone el cambio climático… Y algo aún más pernicioso: decimos adiós a la convivencia tras el espectro de una pureza moral inalcanzable. Y, de un modo u otro, al final del camino, las instituciones quedan manoseadas, inservibles, cuando se las utilizan para fines espurios. Poco a poco, año tras año, nos adentramos así en un territorio que ya no reconocemos y que sólo beneficia a los fanáticos y a sus grandes discursos.

Y es que mientras sólo votemos en clave de rechazo, poco podremos avanzar. En Alemania fue posible un gran pacto entre los conservadores democristianos y la izquierda del SPD, aquí no. En Italia ha sido posible el consenso en torno a una figura de prestigio internacional como Mario Draghi, aquí no. La culpa, por supuesto, es nuestra. Y las consecuencias también lo serán.