En el Vigo de los 50 la mayoría de los niños del barrio no teníamos aldea, excepto algunos cuyos padres habían recalado en la ciudad y montado pequeños negocios dedicados al detalle como mercerías, bares o ultramarinos. Los demás colegas éramos hijos de vigueses de generaciones arraigadas en la ciudad, muchos de ellos operarios de la industria que, como mi padre, se habían formado en la Escuela de Artes y Oficios de García Barbón, además de otros colectivos que operaban en la actividad portuaria tanto pesquera como comercial o de pasaje.

Faltarían aún unos años para que llegara a la ciudad la inmigración masiva del interior de la comunidad sobre todo de la provincia de Ourense. Una mano de obra técnicamente poco cualificada, desde el punto de vista de la competencia profesional para la industria local, que estaba establecida hasta aquel momento en factorías como La Artística, Barreras… Así, en los sesenta, este colectivo se ocupó de copar una serie de trabajos que no precisaban demasiada competencia y formación técnica como sucedía en las acciones repetitivas y rutinarias de la cadena de ensamblado de la Sitroén como le llamaban de forma coloquial a la fábrica de coches de Balaídos.

En esa década, la afluencia masiva de gente del interior cambió para siempre la fisonomía y las relaciones en la ciudad. Mientras que hasta ese momento la mayoría de los urbanitas que trabajaban en la industria local no eran propietarios inmobiliarios, vivían generalmente de alquiler y desarrollaban una vida plena en la ciudad, la nueva comunidad llegada del interior era rural y generalmente propietaria de leiras y casas en la aldea, a la vez que asalariados en la ciudad, donde vivían su propio purgatorio particular, pero que, llegado el sábado excursionaban a su paraíso rural, que seguían cuidando como si fuera su primera residencia y que les proporcionaba la alimentación para toda la semana. Vivían el cielo en la aldea y el purgatorio, onde sacar os cartiños, en la ciudad. Los remanentes del ahorro en la manutención gracias a las remesas de las cosechas y la cría de animales para autoconsumo, hacían casi anecdótico para este colectivo la compra de productos de primera necesidad en los establecimientos minoristas de alimentación de la ciudad, es decir, en la tienda del barrio. Todo ello unido al cobro de herencias o ventas de leiras, provocaron ya en los setenta, que este colectivo se convirtiera en el motor del crecimiento inmobiliario de la falda trasera del Castro. Así, todas esas calles Barcelona, Zamora… llegaron a ser la sucursal ourensana en la ciudad.

Pero, después de este apunte histórico-industrial, volvamos a los 50. En verano, los niños que tenían aldea desaparecían y los demás nos quedábamos chupando adoquín y tranvía, aunque siempre quedaba Alcabre.

Tomar los baños era una costumbre arraigada en las familias del momento. Consistía en ir al menos quince días seguidos con los niños a la orilla del mar, para bañarse en el agua salada, además de pillar sol, yodo y jugar en los arenales de las playas.

Tener un coche no era habitual y los desplazamientos se hacían en el tranvía. El número 5 te llevaba hasta Bouzas y era el trole que usaban las familias para acercarse a las playas. Ir a Samil a diario en aquel momento era más complicado.

La playa de Bouzas no era muy operativa por lo que íbamos siempre a la de Alcabre. Desde el final de la vía del tranvía, delante de la alameda de Bouzas, hasta llegar al arenal de Alcabre había un buen trecho. Recuerdo que esa caminata se me hacía eterna. Sobre todo de ida. Me imagino que era por la mezcla entre el calor que hacía y la ilusión de llegar.

Atravesar la alameda de Bouzas con su palco de música y arbolado con todos los aperos encima para el disfrute en la arena: cubito, palita, rastrillo, toalla, merienda… era relajado, lo complicado venía cuando te enfrentabas a la empinada cuesta de la calle de los Herreros con el sol cayendo a plomo. Aún lo recuerdo hoy como algo cansino y desesperante. Si a mí con siete u ocho años me producía esa sensación, me imagino cómo se sentía mi madre, pero la temporada de baño de los niños era incuestionable. Las abuelas decían que ese empacho concentrado de energía natural a la orilla del mar era lo que nos cargaba las pilas para pasar un invierno sin padecer anomalía alguna. Yo no recuerdo coger una gripe. Lo único, sabañones. Una especie de hinchazones rojizas y picajosas en los dedos de los pies que se producían por el frío que pillábamos en las clases sin calefacción. Picaban tanto que los zapatos de la mayoría de los niños andaban ciscados por debajo de los pupitres. Nos quedábamos sólo con los calcetines. Frotar un pié contra otro era el único remedio que calmaba aquel picor infernal. Lo malo era, cuando te llamaban para salir al encerado, tener que localizar tu par de zapatos entre el arsenal de piezas de todos los compañeros afectados.

Volviendo al tema de la playa de Alcabre, después de andar un tramo largo por la acera de la Avenida Atlántida con un sol de justicia, tomábamos una bajada de tierra que nos llevaba al arenal. La playa tenía casetas para los bañistas, un bar arbolado y arena blanca. Horas de baño, juegos, merienda y al acabar, de nuevo regreso a Bouzas a coger el tranvía… Así de maravillosas eran las tardes de la niñez de los que no teníamos aldea. El trajín de playa, paseo y tranvía hacía que, cuando llegabas a casa, tu cuerpo sólo te pedía cenar y a la cama. La televisión no había llegado todavía ni a nuestro hogar, ni a nuestras vidas.

Ya de mayor, a principios de los 90 vivía lejos de Vigo y, para recordar cómo era la playa de Alcabre un día volví con mi familia y me encontré al atardecer con un colega descalzo, sentado sobre la arena mirando al horizonte. Era Chano Piñeiro, el farmacéutico de Torrecedeira y pionero director cinematográfico. Estuvimos conversando largo tiempo mientras el sol iba cayendo por las Cíes. Fue la última vez que hablé con él.