Desde hace algunos años me ha abandonado el maravilloso hábito de dormir de un tirón. Ahora mi sueño es fatigoso y frecuentemente interrumpido, lo que el diccionario de la RAE designa con la palabra “duermevela”. En este estado, lo verdaderamente molesto es el tiempo nocturno durante el que uno está despierto. Y no tanto por el hecho mismo de volver al inoportuno estado de vigilia, cuanto por la incertidumbre de si se volverá a coger el sueño y, caso de hacerlo, cuándo.

Como quiera que llegados a la edad de la que hablo suele conversarse sobre las noches de duermevela, hay quienes revelan cómo afrontan esos momentos de vigilia cuando la vida de los demás está interrumpida y hay que permanecer en silencio para no importunar a los que siguen en los brazos de Morfeo.

De los comentarios sobre las duermevelas ajenas recuerdo uno que le escuché a un gran amigo, ya fallecido, del que no cabía deducir otra cosa que estaba casado con una mujer sumamente bondadosa. Nos contó que cuando se despertaba durante la noche, despabilaba a su mujer y le decía que le hablara porque no podía dormir y se aburría. Y ella –supongo yo que armada de una paciencia infinita– le daba conversación hasta que él volvía a coger el sueño.

En mi caso, recurro a la radio. Tengo un aparato enchufado a la red provisto de auriculares que me permite sintonizar alguna de las múltiples emisoras que trasmiten durante la noche. Suelo elegir las emisoras en las que se conversa, descartando las que emiten música, porque esta, en lugar de inducirme el sueño, me desvela.

Viene todo esto a cuento para comentarles que durante la noche del pasado domingo 18, sobre las 4 de la madrugada, al despertarme tenía sintonizada Radio Nacional de España, y los locutores estaban en pleno relato de una novela tan bien escrita que perturbó mi quietud y me desvelé por completo.

La descripción de los sentimientos de los personajes y de las escenas en las que se veían envueltos se hacía con tal brillantez que pronto me sentí atraído por la belleza del relato que escuchaba. Me fui entusiasmando paulatinamente y a la satisfacción que me producía escuchar aquel maravilloso castellano (sin las estupideces del todos y todas, y últimamente “todes” que es un verdadero atentado contra nuestra Lengua), que era fruto, sin duda, de una excelente traducción de Roberto Bravo de la Varga, se agregó el deseo de averiguar de qué novela se trataba y quién era su autor.

Mi pronóstico sobre el autor fue del todo certero. Aquella forma de escribir solo podía deberse a Stefan Zweig, al que considero uno de los escritores más brillantes, sino el más, de todos los que he leído. Pero se trataba de una obra que desconocía y tuve que esperar hasta el final del programa, que tuvo lugar unos minutos antes de las 5 de la madrugada para enterarme del título: “Viaje al pasado”. Y nada más levantarme la compré a través de Amazon.

Los locutores (de la emisora que escuchaba de madrugada) estaban en pleno relato de una novela tan bien escrita que perturbó mi quietud y me desvelé por completo

Probablemente algunos de ustedes podrán opinar que soy un exagerado. Y no digo que a veces no me deje llevar en exceso por el entusiasmo y que esta pueda ser una de ellas. Pero si he de ser sincero debo decir que lo que recuerdo haber sentido por muy exagerado que pueda parecer es cuanto les acabo de exponer.

La novela la recibí el lunes, está editada por Acantilado y tiene 91 páginas. Es, por tanto, una novela breve. A pesar de lo cual sigo manteniendo que en ella Stefan Zweig logra transformar la lengua escrita en arte en beneficio de todos los lectores de obras del espíritu.

En la obra se narra la historia de un reencuentro entre dos antiguos amantes que habían estado separados durante varios años. Pero el reencuentro no reaviva un amor que en realidad solo había existido en el pasado. Como hay numerosos pasajes escritos con una gran brillantez, para que traten de comprender lo que antecede he decidido elegir los dos siguientes.

El primero se refiere al ardiente amor que sentían los enamorados poco antes de partir Ludwig hacia México: “Pero el último día, cuando ella entró en su habitación ya recogida con el pretexto de ayudarle a hacer el equipaje, aunque fuera para despedirse por última vez, se sintió arrebatada por el deseo y, tumbándose bajo el ímpetu de él, se precipitó sobre la otomana, donde cayó de espaldas. Sin embargo, cuando sus besos ya cubrían ardientemente el pecho desbocado y recorrían ávidos la blanca piel que se abrasaba bajo el vestido abierto violentamente (…) balbuceó suplicándole por última vez: -¡ahora no! ¡Aquí no! Te lo ruego”.

El segundo pasaje lo tomo de las palabras finales en las que se advierte cómo se desvaneció el amor: “Sin darse cuenta, tradujo para sí aquellos versos: En el viejo parque solitario y gélido, dos sombras buscan su pasado. (…) ¿Acaso no eran ellos mismos esas sombras que buscaban su pasado dirigiéndose absurdas preguntas a un entonces que ya no era real? Sombras, sombras que querían convertirse en algo vivo y que no lo lograban. Ni ella ni él eran los mismos y, sin embargo, seguían buscándose afanosamente, siempre en vano, huyendo y reteniéndose, esforzándose denodadamente, cuando carecían de ser y de fuerzas para lograrlo, como los negros fantasmas que tenían ante sus pies”.

No sé lo que sentirán ustedes, pero poder concebir esos sentimientos, que sean tan profundos y certeros, poder convertirlos en palabras y que pasen del intelecto de Stefan Zweig al papel a través de un lenguaje tan bello, es un regalo que pone a nuestro alcance ese genial escritor que ha sabido y querido cultivar su talento en beneficio de todos nosotros los lectores.