El mes pasado surgió en España una polémica interesante. Un alcalde anunció que iba a eliminar del callejero a varios almirantes de la Armada por su supuesto “origen franquista”. Algunos se apresuraron a recordarle al promotor de tal iniciativa que difícilmente podían ser franquistas unos marinos del siglo XVIII y XIX que, además, murieron unos cuantos años antes de que naciera el dictador o cuando este último era un adolescente. Después, el regidor justificó su decisión alegando que no se refería a las personas en sí mismas sino a unos barcos, “tres navíos franquistas” que recibieron su homenaje durante la Guerra civil. Lo cual tampoco resultó demasiado convincente, porque, además de que la palabra “navío” o “destructor” no acompaña a ninguno de los nombres, algunas de esas embarcaciones también combatieron en el bando republicano, como reflejan los textos de diversos historiadores, desde Tuñón de Lara a Ricardo de la Cierva. Finalmente, el político, ante la indignación que había causado el comunicado, suspendió la medida.

En este tipo de polémicas, potenciadas por las redes sociales, se tiende a cargar la tinta sobre el dedo que apunta la luna, es decir, sobre la persona que la generó. Sin embargo, el error del alcalde revela otro problema de fondo. Uno de los almirantes condenados a desaparecer del callejero, Cosme Damián Churruca, murió en la batalla de Trafalgar, a comienzos del siglo XIX. Quienes hayan visto Raza, de José Luis Sáenz de Heredia, conocen la historia de sus imaginarios descendientes. En la película se sugiere, y de una manera bastante obvia, que la familia Churruca, cuyos orígenes (nos dicen) se remontan a la Reconquista, representa los valores de la España vencedora en el conflicto bélico. El guion está basado en un texto del propio Franco. Por lo tanto, tampoco es difícil percatarse de cómo el dictador pretende autorretratarse en el filme como el continuador del célebre linaje.

La retirada del nombre de Churruca “por franquista”, entonces, no haría sino materializar los delirios propagandísticos del caudillo más de medio siglo después de que se estrenara la película. Una victoria póstuma de quien quiso apropiarse de la historia de España inscribiendo a unos cuantos personajes históricos en el Movimiento Nacional. La tragedia reside, claro, en su constatada eficacia. Pedro García Cuartango escribió estos días en un artículo que el cainismo que estamos viviendo ahora recuerda al ambiente del 36, aunque, por fortuna, no se han producido asesinatos. Los representantes políticos de hoy, como los de entonces, intoxican a la población con discursos de odio. La diferencia es que los de hoy conocen las consecuencias que padecieron los del 36. Por eso los líderes que recurren a la historia para reactivar bandos y azuzar viejos fantasmas cometen una gravísima irresponsabilidad. Pero ahora apenas se puede distinguir nada entre la niebla de la propaganda.