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Luis Carlos de la Peña

"Semper ídem"

Vivir demasiado tiempo tiene sus inconvenientes. A los achaques, más o menos inhabilitantes, se añade el aburrimiento ajeno. Aburrimos por reiteración, por parecernos demasiado a nosotros mismos. Felipe de Edimburgo y Hans Küng, dos ilustres nonagenarios desaparecidos estos días, hacía años que aguardaban por Caronte y su barca. Sus mejores horas se entreveran con el pop y el swinging London anteriores al 68 y solo los que todavía buscamos inspiración en el pasado éramos ya capaces de recordar algún golpe de ingenio alcanforado, una ardiente polémica hoy solo mortecina y quizá alguna desvaída nota de color, un rastro de aroma flotante en una vieja habitación sin ventilar.

Del príncipe consorte se ha glosado su particular visión del viejo imperio, hace tiempo redenominado Commonwealth, y lo excéntrico en general de su percepción de la realidad extramuros del palacio de Buckingham. Son innumerables los testimonios de fiables ciudadanos indostánicos, zulúes y hasta escoceses que abundan en la querencia de Felipe por hacer extravagantes comentarios a cuenta de sus atuendos o el color de la piel. Todo esto se ha sobrellevado fuera y dentro del limes imperial con general condescendencia, justificada en la aversión británica al modelo republicano y la conocida, aunque difícilmente soportable, costumbre isleña de ponerse el mundo por montera.

El caso del teólogo suizo Hans Küng no es menos paradigmático de fidelidad a una regla, importa ahora poco si esta dibuja un arco. Constante y exacto como los relojes de su país, el celador de los logros renovadores del Concilio Vaticano II (1962-1965) ha paseado su rigorismo crítico por textos, declaraciones y cátedras a lo largo de seis décadas. Mi catolicismo casi meramente bautismal no ha dejado sin embargo de rebuscar en sus filigranas teóricas una reconciliación con la fe. Hasta ahora, sin mayor éxito. En uno de los tomazos de sus memorias, Küng recuerda su entrevista con el muy conservador cardenal Ottaviani, a la sazón pro-prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: “Miro atentamente al cardenal con su testa cesárea mientras mantiene el monólogo, y siento hacia él algo así como compasión. Él que lleva en su escudo el peligroso lema Semper ídem (‘Siempre el mismo’)”.

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