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Julio Picatoste

De mudanza en la Justicia

Al parecer, en unos meses dará comienzo la mudanza de órganos judiciales que desde la calle Lalín se trasladan al edificio del antiguo Hospital Xeral, convertido ahora en Ciudad (vertical) de la Justicia. Será una operación compleja cuya ejecución gradual requerirá unos meses de trasiego Gran Vía arriba; el traslado afecta a treinta y cinco juzgados y dos secciones de la Audiencia, de sobrenombre “las huérfanas”. El vetusto hospital vivirá ahora un giro radical, una profunda alteración de su destino: batas blancas serán sustituidas por togas negras, ambulancias por furgones policiales, quirófanos por salas de audiencia y enfermos por justiciables, que también sufren dolencias, pero de otro tipo. El monolítico edificio que durante años fuera emblema sanitario para los vigueses será a partir de ahora símbolo de una Justicia en posición de vigía en lo alto de la ciudad.

Esta mudanza me trae a la memoria aquella otra llevada a cabo en 1987, cuando de la calle Príncipe nos trasladamos a As Travesas. Aquel céntrico inmueble no daba más de sí. Con el paso de los años y el incremento de las necesidades, hasta doce juzgados se fueron embutiendo en el viejo edificio: seis de Primera Instancia e Instrucción y otros tantos de los entonces llamados de Distrito, en mala hora desaparecidos. (¡Cuántas barbaridades, cuántas reformas precipitadas se han llevado a cabo en la paciente Justicia española! Y algunas debidas a necios e injustos designios, a claudicaciones bien untadas con votos. Perdón, lector, por este breve desahogo. Sigamos.)

"En el edificio de Príncipe cabía todo. No hubo espacio que no se aprovechase para instalar allí un juzgado. De un baño se hacía un archivo, de un archivo, dos"

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He empleado la palabra “embutir” para referirme al forzado aprovechamiento del viejo edificio porque, en cierto modo, así es como se actuaba. Cuando el Ministerio de Justicia decidía crear un nuevo juzgado, no cabía desaprovechar tan ansiada –e infrecuente– oportunidad y de ningún modo podía decirse que no había espacio; siempre lo había; en el edificio de Príncipe, cabía todo. No hubo espacio que no se aprovechase para instalar allí un juzgado. De un baño se hacía un archivo, de un archivo, dos; a cualquier espacio que cogían desprevenido, ¡zas!, le plantaban un nuevo juzgado, y seguidamente era colonizado por media docena de máquinas de escribir, cuatro mesas, dos armarios ¡y ya teníamos juzgado! La antigua capilla de la prisión se secularizaba como juzgado. Las que en otro tiempo habían sido dependencias de la Policía Municipal pasaron a ser un juzgado con la disposición longitudinal de un vagón ferroviario. Aquello era el milagro de los panes, los peces y los juzgados: ¡Loado sea el tan manoseado y malversado San Raimundo de Peñafort!

El viejo edificio de la calle Príncipe data de 1880, como reza en su frontispicio; es obra del arquitecto José María Ortiz y Sánchez, al que se inscribe en el llamado eclecticismo inicial; a él se debe también el edificio que hoy ocupa la Casa da Cultura Galega, antigua sede del Ayuntamiento en la Plaza de la Constitución.

El entonces llamado “Palacio de Justicia” tenía una estructura rectangular con fachada a la calle Príncipe y otro cuerpo hexagonal destinado a cárcel, construido según el modelo de planta panóptica, propio de las cárceles que se construían entonces siguiendo el diseño ideado por Bentham, del que trata en su libro El panóptico de tanta influencia en España, donde se construyeron cárceles (la Modelo de Madrid, entre otras) que reproducían aquella traza.

De aquel edificio merece destacarse la amplia y noble sala de audiencia. Moverse por entre aquellos juzgados era como un viaje en el tiempo, un tiempo y una atmósfera de sabor decimonónico; techos altos, puertas grandes, suelos de madera, estancias llenas de pleitos cosidos con cuerda, funcionarios de raza curtidos en trabajadas Leyes de Enjuiciamiento –también decimonónicas–, máquinas de escribir repiqueteando en desordenado barullo coral, como fusiles de repetición, papel carbón (azul o negro) para hacer copias borrosas con aquellos folios finos y traslúcidos, antecedentes prehistóricos de la fotocopiadora y la impresora láser.

"Había espacio sobrante en previsión de nuevos juzgados. Veníamos del siglo XIX y aquello era un lujo que mirábamos con ojos de provinciano en Nueva York"

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Visité por primera vez la nueva sede de la calle Lalín antes de su ocupación, acompañando al juez decano, Julián San Segundo. Allí estaba aquel mamotreto cúbico de piedra rosada, compuesto de bajo y cinco plantas, parking subterráneo, calabozos, sótanos para archivos, sala de reconocimientos, varias salas de audiencia, sala para bodas, mobiliario moderno, sendas viviendas para el juez decano y el cuidador del edificio, estancias luminosas, sala de juntas, biblioteca… Y aún había espacio sobrante en previsión de nuevos juzgados. Veníamos del siglo XIX y aquello era un lujo que mirábamos con ojos de provinciano en Nueva York. Arrobados ante tales magnitudes y medios, exclamábamos con insospechada candidez: “Aquí hay edificio para muchos años…” Imposible imaginar entonces, en medio de aquella euforia, que muy pronto se vería desbordado, hasta el punto de que los espacios destinados a viviendas hubieron de habilitarse para acoger nuevas dependencias judiciales; y menos aún podríamos sospechar que habría de levantarse otra edificación contigua de igual altura para dar acogida a nuevos juzgados, y sobre la marcha, dar cobijo a las dos secciones de la Audiencia recién creadas.

La inauguración se hizo por todo lo alto. Asistió el Ministro de Justicia, Fernando Ledesma, al que acompañaba Mª Teresa Fernández de la Vega, entonces secretaria de Estado. Hubo discursos en la sala de audiencia; fue elegante y sobrio el de Julián San Segundo. Después, un vino en Castrelos; de este lance gastronómico recuerdo que me llamaba la atención la forma en que el ministro Ledesma se refería a la Administración de Justicia, intercalando un artículo entonces inusual, como queriendo enfatizar algún sentido que se me escapaba: la Administración de “la” Justicia.

Treinta y cuatro años después, la Justicia viguesa vuelve a estar de mudanza. Toda mudanza cierra un ciclo, que se sosiega en la nostalgia y el recuerdo, y se abre otro lleno de esperanza. Pero ya no me atrevo a repetir aquello de “hay edificio para muchos años”.

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