La paralización de parte de la actividad económica en 2020 y 2021 ha tenido un fuerte impacto sobre las cuentas públicas en España. La caída de la recaudación impositiva y el incremento de gastos han disparado el déficit y la deuda pública; aunque la atención en los medios se ha centrado en la segunda, porque las cifras son más rotundas e impactantes. Como muestra el gráfico adjunto, hemos pasado de cerrar el ejercicio 2019 con una deuda pública expresada como porcentaje de PIB del 95% a 120% en diciembre de 2020. Son 25 puntos de incremento que, previsiblemente, aumentarán en el año en curso hasta superar, en algún momento, el 125%. Además, el gráfico deja claro que es la administración central la que asume los pasivos, amparando a las comunidades autónomas y la Seguridad Social.
Ante este escenario cabe el alarmismo o la templanza constructiva. Yo, como siempre, me inclino por la segunda. Comienzo con tres argumentos para relativizar las cifras. El primero es que el incremento de la ratio debe casi tanto a la caída del denominador (el PIB nominal) que al incremento de los títulos de deuda pública en circulación. Por eso, cabe aguardar una notable mejoría en cuanto el temporal amaine y la actividad económica se recupere. El segundo es que en todos los países se aprecia un salto importante en 2020 y 2021, consecuencia de combinaciones diferentes de caída del PIB e incremento del déficit. No es un problema exclusivo de España, ni mucho menos. Tercero, los tipos de interés que pagamos por la deuda están en mínimos históricos. Y lo estarán todavía durante un tiempo, lo que nos da margen temporal para reconducir las cifras.
Quitado dramatismo al dato, pasamos a la autocrítica constructiva. En España tenemos un problema severo de déficit estructural que impide que las cuentas públicas mejoren en los tiempos de bonanza lo suficiente para afrontar las crisis. Y esto hace que tengamos menos capacidad de respuesta y más presión de Bruselas y de los mercados financieros internacionales. Debemos romper con esta inercia. En cuanto la situación vuelva a la normalidad, debemos eliminar el desencaje estructural de ingresos y gastos; y aprovechar lo que queda de 2021 para pensar en cómo hacerlo y para preparar las armas. Hablamos aquí de una reforma fiscal en profundidad, de una estrategia reforzada de lucha contra el fraude, de un avance sustancial en la aplicación de herramientas de control de la rentabilidad social del gasto… Son cosas que no se pueden improvisar. Por eso, hay que aprovechar el margen que nos da la suspensión temporal de las reglas fiscales europeas para diseñar ya un plan fiscal de medio y largo plazo razonable y coherente.
*Director de GEN (UVigo) y del Foro Económico de Galicia